martes, 23 de diciembre de 2025

Críspulo, ¡¡¡se ha perdido Chencho!!!


 

La escena forma parte de los recuerdos de varias generaciones. Chencho se pierde cuando, en compañía del abuelo y cuatro hermanos, acude al mercadillo navideño de la madrileña Plaza Mayor. El episodio de La gran familia (1962), de Fernando Palacios, es dramático, pero aleccionador. El guionista Pedro Masó vivía el momento más brillante de su carrera cinematográfica y sabía de la necesidad de «sufrir» antes de sonreír con el alivio de comprobar la bondad natural de quienes, por ser españoles, eran unos «formidables» cuya solidaridad permitía encontrar al nene.

Ángel Pardo, el Chencho de la película, tenía cuatro años cuando se rodó aquel gran éxito del cine español. Su papel es el propio de un figurante que, en un momento determinado, cobra protagonismo, pero el intérprete apenas podía ir más allá de emocionarnos con su aspecto desvalido mientras deambula por la Plaza Mayor en busca de su familia. Gracias al flequillo rubio, el gorrito y el abriguito, solo necesita mostrar su cara de niño bueno para que sintamos la necesidad de cogerle de la mano a la espera del abuelo, que terminaría apareciendo con el rostro desencajado por el susto y agradecido por la bondad de los «formidables». Es decir, nosotros.

Aquel cine aleccionador del franquismo descansa en la solidaridad sin posibles fisuras de toda la colectividad. El ideal resulta tan hermoso como carente de base real, pero los pormenores de la realidad apenas importan cuando se presenta a una familia como la protagonista de la película. Todo es posible en ese mundo de la ficción en blanco y negro donde un aparejador obra milagros con su sueldo y justifica, de sobra, el baby boom que a tantos nos trajo al mundo.

La solidaridad de los padrinos, los hermanos, el portero, los vecinos, los periodistas, los policías… está en el guion porque era lo que tocaba en aquel esquema argumental tan eficaz como bien visto por las autoridades de la época. Sin embargo, cada vez que he disfrutado con esta comedia de Fernando Palacios me he hecho más partidario de Críspulo, el hermano trapisondista interpretado por Pedro Mari Sánchez.




Hace muchos años tuve la oportunidad de hablar en la UA con el actor que encarnó a Críspulo. Algunas conversaciones permanecen en el recuerdo. Pedro Mari Sánchez me lleva cuatro años, pero compartimos una infancia en aquel desarrollismo todavía en blanco y negro porque no daba para lujos. Me contó anécdotas del rodaje, reímos al recordar algunos episodios y, al final, terminamos hablando de la gorrita de cuero que lleva en la escena de la Plaza Mayor y durante esas Navidades en busca de Chencho.

Yo tenía una gorrita idéntica y llegadas las Navidades, que en Alicante nunca son tan frías, era preciso llevarla para «ir calentitos». La verdad es que aquellas gorritas al estilo de las lucidas en la hípica abrigaban poco. Al menos en comparación con el tradicional gorro de lana, pero lucían lo suyo en un querer y no poder bastante propio del momento. Su aspecto de aires foráneos era un síntoma de una época en la que tantas clases medias aspiraban a tener su cuota de modernidad, aunque la misma quedara reducida a un abriguito rígido y una gorrita incompatible con las exhibidas en las carreras de Ascot.

El problema es que, a diferencia de Críspulo, yo no era un trapisondista, sino un «niño bueno». Tal vez por eso siempre me han fascinado los trapisondistas, un término ahora perdido entre los recuerdos, como tantos otros de una época que cuesta evocar a la luz de un presente donde el pasado siempre parece sobrar o molestar.




Críspulo era un trapisondista de buen corazón como mandaban los cánones a los que se acogió aquella película. Podía lanzar un petardo en una cola -también era petardista-, pero solo para dispersar al personal y entrevistarse rápidamente con el rey mago. Puestos a ver a Dios, seguro que Su Majestad podía interceder para encontrar pronto a Chencho. Aquellos trapisondistas al estilo de Zipi y Zape alborotaban, embaucaban y enredaban, pero sin mala intención, como un desahogo propio de una edad donde cierto comportamiento anárquico resulta imprescindible.

Yo me acercaba más al modelo del «repelente niño Vicente» concebido por Rafael Azcona. No por la vanidad de lucir saberes impensables en la infancia, sino porque era capaz de quedar bien con las visitas y hasta de ser puesto como ejemplo de comportamiento frente al de tantos trapisondistas.

Al cabo del tiempo, creo que lo de ser «niño bueno» no luce demasiado en la vida. Los trapisondistas prevalecen, pero no los de buen corazón, sino aquellos que alborotan sin mesura hasta el punto de que nadie, absolutamente nadie, utiliza esa denominación para caracterizarlos. Son gamberros, porque la RAE debiera incluir en su definición de las trapisondas la carencia de una mala intención como la habitual en las gamberradas

No he vuelto a hablar con Pedro Mari Sánchez, que ha cumplido los setenta. Yo ando cerca de esa edad donde los niños buenos y trapisondistas, ya sin gorritas que no sean las necesarias para preservar la calvicie, confluyen en limitaciones capaces de evitar cualquier exceso. El presente entonces sigue abierto al disfrute mesurado, pero a condición de dejar hueco a un pasado donde fuimos niños con gorritas y abriguitos del modesto desarrollismo en blanco y negro.

La nostalgia es una engañifa, pero añorar la infancia supone una necesidad porque en ella cabe imaginar a «buenos» y «trapisondistas» empeñados en jugar al fútbol en un pasillo, «hacer el indio» durante una visita y hasta lanzar algún petardo, que es el privilegio disfrutado por Críspulo gracias a una ficción ajena a las limitaciones de la realidad.

Por eso todavía la disfrutamos, al menos en Navidades, y sonreímos al recordarla como si fuera la propia de nuestra infancia. El necesario desengaño lo dejamos para otra ocasión porque, ahí nos duele, en la vida carecemos de un guionista como el mejor Pedro Masó. Y puestos a compartir la edad de Pepe Isbert, sabemos de sobra que no todos somos unos «formidables» como los anunciados por Alberto Oliveras en la SER con el fondo musical de la sinfonía del Nuevo Mundo, de Dvorák.

 Pd.: En una entrada dedicada a Chencho, publicada el 24-XII-2024, creí que era mayor que el personaje interpretado por Ángel Pardo. En realidad, me lleva unos meses. Aclarado y reconocido este error, asumo la penitencia con la esperanza de que, al cabo de los años, esas diferencias ni se notan.

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