El marco represivo de la
Victoria sigue la lógica de la eliminación del «enemigo», pero a veces la misma
revela un ensañamiento difícil de entender más allá de abrumar, hasta el
espanto, a quienes pudieran estar cerca de las víctimas. La posibilidad de
iniciar un proceso judicial contra alguien ejecutado extrajudicialmente, tan
solo para asegurarse de que no ha dejado bienes susceptibles de ser disfrutados
por sus familiares, forma parte de ese ensañamiento sin límites protagonizado
por represores de aquellos años.
El periodista y escritor
Constantino Ruiz Carnero, aparte de buen amigo de Federico García Lorca, era el
director de El Defensor de Granada cuando se produjo el golpe de Estado.
Su posicionamiento favorable a la II República, así como sus frecuentes
críticas a los sectores reaccionarios de la capital andaluza, le convirtieron
en una víctima al triunfar los sublevados en una ciudad donde, de hecho, nunca
hubo una guerra, pero sí una fuerte represión.
El 27 de julio los
sublevados le detuvieron y, tras recibir maltratos, el 8 de agosto fue
ejecutado sin que hubiera algún tipo de proceso judicial. Algunas fuentes
indican que ni siquiera fue necesario llevarlo al pelotón de fusilamiento
porque ya estaba muerto por entonces a consecuencia de un culatazo en la cara,
que le rompió las gafas incrustándose los cristales en sus ojos. Así habría
agonizado uno de los más brillantes periodistas de la época.
La biografía escrita por
Francisco Viqueras, Granada, 1936. Muerte de un periodista (2015), gracias
a los familiares del protagonista detalla y documenta lo sucedido durante
aquellas trágicas semanas. Poco o nada se puede añadir a la labor de
investigación realizada por quien también es periodista y escribe desde la
admiración por el legado que dejó su colega y coterráneo.
Sin embargo, y aunque no
sea algo completamente nuevo a tenor de los casos ya estudiados, me ha llamado
la atención que
a Constantino Ruiz Carnero le aplicaran retroactivamente la Ley de
Responsabilidades Políticas aprobada el 9 de febrero de 1939. Esta
circunstancia ya la había constatado varias veces en los casos de los
periodistas y escritores sometidos a consejos de guerra. La historia de Matilde
Zapata es ejemplar en este sentido, pero nunca lo había observado en un
ejecutado extrajudicialmente, hasta el punto de que su fallecimiento ni
siquiera consta en el Registro Civil de Granada.
Según cuenta Francisco
Vigueras en su citado libro editado por Comares, el expediente lo iniciaron el
15 de septiembre de 1939, más de tres años después de la ejecución y siendo
plenamente conscientes de la misma por la relevancia social de la víctima. En
la documentación del expediente constan diversos informes donde se afirma que
el periodista «se distinguió por su propaganda izquierdista y antipatriótica»,
hasta tal punto que «su actuación puede calificarse de desastrosa,
antipatriótica y contraria a los postulados que encarna nuestro Glorioso
Movimiento Nacional. Fue pasado por las armas y en esta capital no se le
conocen bienes».
La ausencia de estos
bienes, en una ley concebida para apropiarse de los mismos como vía
complementaria de la represión, no desanimó a quienes rebuscaron para localizar
lo que pudiera haber dejado este «invertido» amigo de Federico García Lorca. La
sentencia era clara en este sentido: «condenamos a la sanción de pérdida total
de bienes que existan o pudieran existir del inculpado, cuya remisión económica
será efectiva en la forma prevista por la ley».
Al final, y como fruto de
las diligencias ordenadas por el juzgado, el 17 de noviembre de 1941
localizaron en la Caja General de Ahorros y Monte de Piedad de Granada una
cuenta a nombre del ejecutado con un saldo de 7,85 pesetas. La cantidad sería
remitida a las autoridades competentes por la forma prevista legalmente, no sin
antes molestar en varias ocasiones a las dos hermanas del periodista.
El relato de Francisco
Viqueras analiza la documentación y permite saber que la misma no fue archivada
por la correspondiente Comisión Liquidadora hasta el 20 de febrero de 1958,
cuando el nombre del periodista era el de un proscrito en la ciudad a la que
tantas páginas dedicó. Los plazos de la burocracia represiva debieran ser
tenidos en cuenta por quienes blanquean el franquismo más allá de la Victoria.
Constantino Ruiz Carnero
no tuvo la posibilidad siquiera de pasar por un sumarísimo de urgencia y, por
lo tanto, no aparecerá en mis libros dedicados a los consejos de guerra de
periodistas y escritores. Apenas importa. La labor de recuperación de su
memoria ya está realizada y, al mismo tiempo, sabemos que los represores se
ensañaron con sus víctimas hasta extremos que permiten pensar en una diabólica
lógica de la burocracia judicial, aquella que requisa las 7, 85 pesetas dejadas
por quien murió porque escribió a favor de la convivencia democrática en un
régimen republicano.
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