martes, 30 de julio de 2024

What have I done? Un final abierto en el río Kwai


What have I done?, el coronel Nicholson


Algunos empeños carecen de sentido práctico y, como ocurrencias, parecen destinados a ser un motivo de reflexión. Durante años, hablando con mi mujer de películas vistas antes de emparejarnos, las de la infancia casi, yo evocaba el espectáculo del Cinemascope en The Bridge on the River Kwai (1957), de David Lean.

La estrenaron cuando nacimos y solo la pude ver en una reposición programada en mi instituto, el masculino, donde las películas bélicas tenían un público agradecido capaz de jalear al «chico» cuando el nipón recibía su merecido. Estos orientales rivalizaban con los indios en ataques tan absurdos como valientes.

La evocación de la película de David Lean no era completa por culpa de la memoria. Nos faltaba el desenlace y hasta ignorábamos si el puente al final era destruido o quedaba en pie. Por entonces, Google no había aparecido en nuestras vidas y las consultas solo eran bibliográficas en unas bibliotecas donde estas cuestiones parecían una frivolidad.

La duda permaneció durante años con criterios cambiantes. A veces parecía lógico que el fruto del empeño del coronel Nicholson quedara destrozado y, en otras ocasiones, la lógica se inclinaba en sentido contrario. La frase «parece lógico» no despeja todas las dudas. Ni siquiera algunas.

La llegada del VHS me permitió recuperar películas cuyo recuerdo estaba desdibujado. El tiempo induce al engaño y las sorpresas fueron notables. Un día leí que RTVE iba a emitir la obra de David Lean, que dura la friolera de 161 minutos. El destino quiso que a la hora prevista no pudiéramos estar en casa. La alternativa era programar la grabación. Así lo hicimos.

Al día siguiente, cenamos pronto y nos trasladamos a Birmania para, sin el agobio de un calor tropical acompañado de bichos, sumergirnos en la locura del coronel Nicholson en su enfrentamiento con el colega Saito. El malhumorado nipón, por su condición de japonés cinematográfico, no le anda a la zaga en cabezonería. Ambos son unos «heroicos caballeros» dispuestos a morir con «honor» porque ignoran que lo importante es «saber vivir como seres humanos». El norteamericano Shears dista de ser modélico, ignora a Calderón y razona bien en torno al honor.

La grabación quedó perfecta, salvo por un detalle menor: acabó justo cuando llega la escena del desenlace. Es decir, gracias al vídeo y la impuntualidad televisiva tuvimos lo que los profesores denominamos «un final abierto» con la ayuda de Umberto Eco.

La estupefacción dio paso a la reflexión. Resiliente por necesidad, decidí ignorar durante años si el puente había sido volado o no para decantarme por ambas opciones según el estado de ánimo. La posibilidad era atractiva, pero llegó el momento de conocer la realidad. Al cabo del tiempo, vimos la película con su final, donde el puente termina en el agua para desesperación del superviviente que, con los buitres sobrevolando, lamenta la locura de quienes protagonizan la guerra.



Luego supe que, durante la fase anterior al tenso y problemático rodaje en Ceilán, el destino del puente estuvo en el centro de las discusiones. La novela original de Pierre Boulle, cuya pluma también está en el origen de la saga del planeta de los simios, lo mantiene en pie para subrayar la locura de Nicholson. Puestos a gastar un dineral en la superproducción, sus responsables se decantaron por el guion de Carl Foreman y Michael J. Wilson, donde el empeño llega hasta el final, pero el propio coronel contribuye a la destrucción del puente. Así todos contentos, porque la historia de un orgulloso oficial enloquecido sin redención final era problemática para el gran público, que debía sufragar el coste de la superproducción.

Carl Foreman y Michael J. Wilson figuraban entre los perseguidos por ese martillo de herejes que fue el senador Joseph McCarthy, un tipo flojo en comparación con sus homólogos franquistas, que nunca habrían dejado en paz a Humphrey Bogart. Ni siquiera a Lauren Bacall, cuya presencia envuelta en el humo de un cigarrillo trae acarreado el perdón universal.

Los guionistas, que no pudieron aparecer en los créditos, tal vez cedieron en el desenlace en connivencia con los productores, pero dejaron otro final abierto: nunca sabremos si el coronel provoca la explosión voluntariamente o no al caer muerto sobre el detonador tras pronunciar una frase para la historia: What have I done? Si dudamos acerca de esta posible involuntariedad, recordemos la que arma Peter Sellers en The party (1968).

Los guionistas también repartieron a lo largo del metraje motivos para una reflexión inquietante. La acción transcurre en Birmania. Es decir, en el más allá. La circunstancia, al igual que ocurre en los westerns, permite olvidarnos de las circunstancias para centrarnos en el debate ético. Y ahí, justo cuando algunos solo piensan en la locura del empecinado, el coronel Nicholson tiene su punto.

El personaje enloquece, pero un manchego universal hizo lo mismo y no por eso deja de admirarnos. Su locura es una insensatez desde la perspectiva militar de los aliados Sin embargo, mantiene el orgullo de la tropa. Así, el desmesurado ego del coronel, con sesgos racistas, deviene en una manifestación de dignidad al frente de sus hombres.



La ambigüedad y la contradicción siempre nos acompañan. Solo las grandes creaciones las recogen para invitarnos a la reflexión, pues -como explico a mi alumnado desde hace décadas- las obras dignas del recuerdo son aquellas que, al final, plantean dudas en vez de aportarnos certezas.

Algunos días, cuando veo trabajos penosos, gente indolente o tipos partidarios del apaño como solución universal, recuerdo la inquebrantable actitud del coronel Nicholson. Y, reconfortado con la imagen del british  Alec Guinnes dando el parte a Saito por el trabajo bien hecho, hasta silbo la marcha del coronel Bogey (1914). La disfruto en las más diferentes versiones gracias You Tube, pero solo me reconforta allá en la tórrida Birmania, donde eso de silbar con garbo y marcialidad tiene su mérito.

Un próximo día, menos entusiasta ante lo que reconforta siendo solo relativamente válido, hablaremos de otra película vista en la adolescencia The Devil’s Brigade (1968), de Andrew V. McLaglen, para explicar que esto de llegar a un sitio problemático con disciplina y arrogancia no supone la solución definitiva. La vida, mal que nos pese, requiere apaños por doquier y en esa labor los caraduras, aunque en el cine sean redimidos para tranquilidad del público, no tienen competencia. 

Así nos va para espanto de los ingenuos. Mientras, conviene recordar cómo se tomaron Stan Laurel y Oliver Hardy esto de silbar con marcialidad. La ingenua guasa también reconforta cuando nos imaginamos a salvo de tomar decisiones para la historia o desfilar junto con los soldados del coronel Nicholson:




 

domingo, 28 de julio de 2024

Tadzio, «il ragazzo piú bello del mondo»


 

Rafael Azcona descubrió Ibiza en los años cincuenta, cuando la isla todavía conservaba el encanto de un lugar poco frecuentado. Una noche de verano, montando en bicicleta, el futuro guionista quedó deslumbrado ante el cielo estrellado. La tentación fue inevitable, el ciclista miró hacia arriba y acabó magullado en tierra tras tropezar con un obstáculo. Desde entonces, según me contó en una comida, nunca se dejó cautivar por lo sublime o trascendente. Yo tampoco; tras muchos años escribiendo, jamás he dedicado una línea a los héroes de la perfección porque sigo las enseñanzas del amigo que mejores consejos me ha dado en forma de anécdotas para el recuerdo.

El problema es que las voluntades más firmes a veces caen en la tentación, aunque tengan la coartada de las circunstancias a una edad temprana. En 1981, concretamente el 22 de febrero, juré bandera en un ejército con demasiados oficiales dispuestos a dar un golpe de Estado. La experiencia la conté con el mejor humor posible en el último capítulo de La sonrisa del inútil (2008) y no cabe reiterar las batallitas de aquel año. Sin embargo, la visión en RTVE Play del documental The most Beautiful Boy in the World (2021), de Kristina Lindströn y Kristian Petri, me ha traído el recuerdo de una noche en el campamento de San Fernando donde se supone que serví a la Patria.

Cada mes y medio, cuando se marchaba un reemplazo de reclutas con destino a Ceuta y Melilla, el campamento donde habitualmente había dos mil personas quedaba solitario a la espera del siguiente reemplazo. En nuestro barracón con techo de uralita y numerosos chinches solo permanecía un soldado, Lorenzo, bajo las órdenes de un cabo, que nunca tomó en serio la relación jerárquica con quien ya era un monje capaz de renunciar a sus privilegios en el servicio militar y hacerlo como el resto de los cristianos.

Lorenzo, en momentos de bronca y gritos, que abundaban, me hablaba en latín por lo bajinis mientras permanecíamos en la formación. Para tranquilizarme porque él, a diferencia del cabo, era de un estoicismo propio de quien admira al dios venido a la tierra para ser crucificado. El latín fue uno de los motivos de nuestra complicidad, pero hubo otros más a lo largo de aquellos meses.

Una noche en que la soledad del barracón permitía escuchar el vuelo de un moscardón, incluso a los chinches desesperados por la falta de alimento, Lorenzo y yo debíamos turnarnos en las imaginarias para evitar la invasión del turco o cualquier otra desgracia. La guardia correspondía a un teniente bonachón que nunca se movía de su puesto y, atrevidos por puro hartazgo, decidimos cerrar la puerta y meternos en un rincón para ver la televisión en compañía de unos ratones ya familiares.

La casualidad quiso que esa noche RTVE emitiera Muerte en Venecia (1971), de Luchino Visconti. Ambos ya la habíamos visto mientras acumulábamos prórrogas universitarias para posponer la incorporación a filas. Aquello fue un chute de belleza absoluta como el cielo estrellado de Rafael Azcona. La Venecia decadente filmada con la sabiduría de Luchino Visconti, el adagietto de Gustav Mahler, el relato de Thomas Mann sobre la belleza absoluta como antesala de la muerte, la elegancia de Silvana Mangano y, claro está, la turbadora imagen de aquel Tadzio, el chico más guapo del mundo, interpretado por un desconocido que respondía al nombre de Björn Andrésen. El conjunto es la perfección al servicio de una belleza absoluta en un clima de decadencia y muerte.

Nuestra caída de la bicicleta pudo haber venido en forma de arresto por incumplimiento del deber, pero esa noche hubo suerte y ambos, solos en el barracón, hablamos largo y tendido sobre la película. Lorenzo era respetuoso con el dogma, pero escéptico y comprensivo en cuestiones terrenales. Sin necesidad de recurrir al latín, por la experiencia, convinimos en que lo visto era bello, pero peligroso como cualquier imagen deslumbrante. Había que ser precavidos, aspirar a bellezas accesibles y hasta respetar el derecho a la vida de los ratones y los chinches, que asistieron mudos a nuestro debate.

Nunca he olvidado esa noche. De vez en cuando, escucho el adagietto, recuerdo un día pasado en Venecia y, por supuesto, he vuelto a ver la película de Luchino Visconti, donde Tadzio es el objeto de una mirada obsesiva que conduce a la muerte. El problema es lo que hubo tras la última toma, aquella de la figura del adolescente, recortada frente al mar, en una playa donde fallece Aschenbach, el músico deslumbrado por la belleza absoluta.

Rafael Azcona me habló de las posibilidades del fundido en negro del cine frente al único fundido de la vida, que es la muerte. El director, cuando conviene, corta el relato y hasta creemos que, en la experiencia real, como en la cinematográfica, existen finales apoteósicos. A estas alturas, suponerlo es una estupidez y, en las clases, procuro avisar al alumnado. Le recomiendo que se deslumbre todo lo que sea preciso para disfrutar, pero que vuelva a la realidad una vez terminado el tiempo pactado de la ficción.



Ahora, al ver el citado documental, tan deprimente, he sabido de una vida destrozada por culpa de la película de Luchino Visconti y otras circunstancias. Contemplar a Tadzio, que tenía mi edad, envejecido y destrozado es una enseñanza difícil de olvidar. Apenas merece la pena avisar de los peligros de instrumentalizar a un adolescente y convertirlo en un icono. Kristina Lindström y Kristian Petri nos los recuerdan, pero en mi reflexión permanece la necesidad de no buscar lo absoluto, sea en nombre de la belleza o de cualquier otro concepto.

El consiguiente escepticismo del día al día es saludable y permite llegar al final en mejores condiciones que las vistas en Björn Andrésen, que ahora me apena frente a la admiración de antaño. Lorenzo, según supe por Irene Vallejo, anda ahora en Granollers peleando en varias parroquias donde ejerce como Llorenç por su indiscutible catalanidad. También escribe sobre filosofía y trabaja para Cáritas. Veo, desde la distancia, una vida coherente gracias a la discreción de la labor cotidiana, bien hecha y sin alharacas.

Mi compañero de aquella noche y de tantas otras anécdotas es un monje urbano desde la etapa universitaria. El cabo, ateo de nacimiento y descreído por voluntad, a su modo también ha pretendido ser un monje, aunque en otras materias y sin tantas renuncias. Ambos aprendimos una lección: la belleza está ahí para rendirle tributo de admiración, pero no merece la pena deslumbrarse más allá de un instante y, sobre todo, nunca debe ser instrumentalizada como le ocurrió al pobre Tadzio-Björn cuando finalizó la película y siguió la vida.




miércoles, 24 de julio de 2024

Una acusación falsa contra José Luis Salado


 

Gracias a Juan Carlos Mateos Fernández, he conocido un texto publicado en 2012 por Sergio Campos Cacho, quien colaboró en un libro colectivo dedicado a Manuel Chaves Nogales coordinado por Juan Bonilla y Juan Marqués (Sevilla, La Isla de Siltolá, 2012). En la página 51 del volumen, según la transcripción que me pasa mi amigo, el ahora desvelador de la «violencia roja» antes de la Guerra Civil se refiere a un artículo de José Luis Salado dedicado al periodista sevillano en La Voz, aunque para el autor el responsable del mismo es un «anónimo periodista». Reproduzco a continuación lo transcrito por Juan Carlos Mateos Fernández:

«El 8 de junio de 1937 el diario La Voz le dedica la sección Tiro al blanco, un tipo de columna habitual en la prensa republicana desde la que se amenazaba y se acusaba a ciertas personas que solían terminar con un tiro en la nuca o despanzurrados en una cuneta».

Al recopilar los artículos de José Luis Salado para publicarlos en la editorial Renacimiento-Espuela de Plata, comprobé la suerte de quienes aparecían como destinatarios de esos tiros al blanco. Salvo error por mi parte, no me consta que ninguno terminara con un tiro en la nuca o despanzurrado en una cuneta. Juan Carlos Mateos Fernández ha realizado la misma comprobación para llegar a una idéntica conclusión. Si estoy equivocado, rectificaría a la vista de las correspondientes pruebas.

Sergio Campos Cacho lanza la acusación, sin citar a José Luis Salado, pero no aporta un solo nombre para concretarla. La táctica es frecuente. El párrafo transcrito difunde un bulo que supone una gravísima acusación para el periodista de La Voz. Tal vez solo sea un despiste, pero Sergio Campos Cacho también puede haber incurrido en este error por su cercanía a los planteamientos de autores como Andrés Trapiello y Arcadi Espada.

Recordemos que el primero de los citados, en su reseña de Las armas contra las letras, cometió un significativo lapsus al confundir los tiros al blanco de José Luis Salado con unos supuestos tiros de gracia (véase la entrada del 10 de febrero de 2024). Si ambos parten del prejuicio de que un artículo es la antesala de un asesinato, las pruebas resultan innecesarias para lanzar el bulo con la involuntaria complicidad de una mayoría de lectores incapaces de comprobar su falta de veracidad.

Esta práctica de «la máquina del fango», tan frecuente, tiene repercusiones graves para la memoria de los autores afectados. Si yo hubiera escrito la barbaridad de que un miembro del Cuerpo Jurídico era el responsable de un tiro en la nuca por haber realizado una diligencia judicial, ahora no solo me enfrentaría a un juicio, sino que además lo tendría perdido con razón por mi absoluta falta de profesionalidad.

Sergio Campos Cacho puede estar tranquilo en este sentido. Afortunadamente, nadie le demandará por una supuesta intromisión en el honor de ese «periodista anónimo», pero José Luis Salado merece una rectificación. Si la viera publicada, confiaría en el rigor profesional de quien ahora anda desvelando la «violencia roja», que la hubo, pero que debe quedar al margen de los bulos.

lunes, 22 de julio de 2024

Una reseña de Ofendidos y censores. La lucha por la libertad de expresión (1975-1984)


La joven investigadora Celia García Davó -véase la foto- acaba de publicar una excelente reseña de Ofendidos y censores. La lucha por la libertad de expresión (1975-1984) en el número 15 de la revista Castilla,  editada por la Universidad de Valladolid:


El citado ensayo, publicado por la Universidad de Alicante y Renacimiento en 2022, fue concebido en unos momentos en que la libertad de expresión volvía a estar amenazada en España por la intolerancia, cuando no el fanatismo, de quienes se sienten ofendidos ante cualquier manifestación crítica e inmediatamente recurren a la censura, que ahora nunca aparece como tal, aunque lo siga siendo bajo diferentes denominaciones. 
Siempre hay un presupuesto insuficiente, una programación no cerrada mediante contratos en firme, una supuesta queja del público, el criterio de un programador nombrado a dedo... para censurar una obra teatral, retirar unos libros de una biblioteca pública o dejar de celebrar un certamen que resulta incómodo. 
Los casos de censura no son patrimonio exclusivo de una opción política, pero se han multiplicado desde la llegada de la extrema derecha a los organismos públicos. Eso sí, sus representantes políticos nunca se consideran censores y, menos todavía, se reivindican como continuadores de quienes ejercieron la censura durante el franquismo. 
Apenas importa, pues la impronta intolerante ante el ejercicio de la libertad de expresión es una constante que les vincula con un pasado totalitario que gente como Celia investiga desde la fortuna, dada su juventud, de haberse librado de vivir aquella época. 
El libro recopila testimonios y es un homenaje a quienes lucharon entre 1975 y 1984 por hacer realidad la libertad de expresión, que ni siquiera estaba garantizada en la práctica después de aparecer en la Constitución de 1978. Desde entonces, su respaldo jurídico se ha hecho más sólido, la tolerancia se ha abierto camino y los límites de esa tan necesaria libertad de expresión han quedado ampliados. 
No obstante, la intolerancia de los eternos ofendidos está ahí y su voluntad de convertirse en censores, con las más variadas coartadas, permanece como una amenaza. Yo mismo la sufro por mi actividad académica, pero estoy seguro de que la generación de Celia ahora observa estas cuestiones de la censura como una reliquia de un pasado que debemos conocer para superarlo definitivamente.


domingo, 21 de julio de 2024

Andrés Trapiello y «ese Mateos»


Hace unos días recibí en mi móvil un mensaje de un compañero que había sufrido una durísima crítica de Andrés Trapiello tras publicar un libro donde cuestiona lo dicho por el ensayista acerca de Manuel Chaves Nogales. La polémica siempre puede resultar interesante, pero con la condición de que discurra por los cauces del respeto mutuo y la corrección académica, que es incompatible con cualquier manifestación de la prepotencia o la mala educación. 
Al parecer, Andrés Trapiello no siempre lo entiende así y se dirigió en unos términos inaceptables a mi compañero, que lleva casi cuarenta años de investigación a las espaldas para sustentar sus publicaciones. Gracias a Ricardo Robledo y su blog, he dado réplica a esta destemplanza de quien nunca evita una polémica, aunque presuponga que su rival forma parte de la «gente escuderil». Tantos años dedicados a leer a Cervantes, con provecho y brillantez, debieran haberse traducido en otra actitud más respetuosa, pero Andrés Trapiello parece haber pasado por alto ese consejo quijotesco. Una verdadera lástima.
Os paso el correspondiente enlace a mi texto:


También incluyo el texto sin editar:

ANDRÉS TRAPIELLO Y «ESE MATEOS»

La mesura debiera imperar en cualquier texto crítico o polémico, pero la desmesura parece más efectiva en un panorama mediático donde la mayoría pretende marcar territorio y sobrevivir. El precio a pagar resulta caro. Por el camino, se pierden las formas, el respeto y hasta la educación.

La historia es una tarea colectiva. Desde hace unos meses colaboro con Juan Carlos Mateos Fernández para intercambiar información y documentos, revisarnos mutuamente los borradores y evitar errores. Otros aparecerán en nuestras publicaciones por los despistes lógicos cuando se maneja un considerable conjunto de datos. No es grave. Todos los historiadores debiéramos ser revisionistas; al menos, en el sentido de someter lo publicado a continua revisión teniendo en cuenta las aportaciones de los colegas.

Esta colaboración, que en mi caso extiendo a compañeros de distintas ideologías o planteamientos, no presupone una identificación, sino un respeto. Gracias al mismo, las diferencias pasan a formar parte de un diálogo tan enriquecedor como necesario en una tarea donde sobran los subrayados y tantos matices resultan precisos.

En ese marco de colaboración, Juan Carlos conoce la reseña que Andrés Trapiello publicó de Las armas contra las letras. La descalificación de mi monografía como una fabulación dio paso a una réplica donde le invitaba al debate. Nunca hubo una aceptación del mismo y el editor quedó contento porque la polémica favoreció las ventas.

Ahora Juan Carlos, dolido, me remite otra crítica de Andrés Trapiello con motivo de la publicación de Junto al pueblo en armas (Sevilla, Renacimiento, 2024), un adelanto de dos monografías sobre la prensa republicana durante la Guerra Civil que están a punto de aparecer en la misma editorial.

Juan Carlos es el autor de una tesis doctoral sobre el control obrero de esa prensa que data de 1996. Desde entonces, siendo ya su trabajo abrumador, ha completado la investigación hasta acumular una información exhaustiva sobre cualquier aspecto de los diarios republicanos durante la guerra.

Los casi cuarenta años dedicados a una investigación merecen respeto, sobre todo cuando uno ha escrito Las armas y las letras en unos meses y con la perspectiva de ganar un premio. No parece verlo así Andrés Trapiello, que dice desconocer al autor y se refiere al mismo como «ese Mateos».

Mi colega cuenta con publicaciones que conocemos quienes escribimos sobre la prensa republicana, salvo -al parecer- Andrés Trapiello, aun estando Manuel Chaves Nogales entre los periodistas analizados. Sin embargo, con tan solo leer el prólogo a una recopilación de editoriales publicados en Ahora durante los meses que el sevillano pasó en el Madrid de la guerra, llega a una conclusión: «ese Mateos» quiere cargarse al periodista porque participa del sectarismo y el fanatismo de otros historiadores de la izquierda, como Francisco Espinosa.

Quienes conozcan al historiador extremeño sabrán que presentarle como fanático o sectario es un absurdo que no se corresponde con su personalidad. Yo disiento de algunas de sus conclusiones, incluso leo con interés a Javier Cercas, pero aprendo de su sabiduría y, sobre todo, sonrío cuando tengo la oportunidad de hablar con una persona solidaria.

Algo similar me ocurre con Juan Carlos. Yo introduciría algunos matices en sus conclusiones sobre Manuel Chaves Nogales, pero agradezco la amplísima información que me presta y, sobre todo, la respeto como un trabajo riguroso que contrasta con otros dedicados al sevillano.

La mitificación de Manuel Chaves Nogales, basada en una obra de calidad innegable, parece no admitir dudas, contradicciones y ambigüedades como autor coherente que desde el principio abogó por la tercera España. Otros, menos entusiastas por la frecuentación de los archivos y las hemerotecas, pensamos que en su trayectoria durante la guerra hay aristas y comportamientos que requieren una justificación.

Manuel Chaves Nogales fue humano, como tantos otros que buscaron la supervivencia en un sálvese quien pueda donde la coherencia era un lujo. Juan Carlos prueba que no siempre la tuvo el sevillano. Pero, si solo salváramos a los coherentes en todos los aspectos durante una guerra civil, probablemente nos quedaríamos con sombras o fantasmas. El análisis de esta obviedad no supone «cargarse» a un autor, sino devolverle una complejidad arrebatada por quienes le han mitificado.

En cualquier caso, las aportaciones de mi colega son una invitación a la polémica, que debe discurrir por los cauces del respeto. Los mismos resultan incompatibles con llamar a alguien «ese Mateos», ignorar una tarea de décadas como sustento de sus opiniones y pensar que las valoraciones contrarias siempre son el fruto del sectarismo y el fanatismo.

Tengo la impresión de que Andrés Trapiello nunca evita una polémica. La actitud es legítima, pero linda con comportamientos que reciben denominaciones poco prestigiosas en el mundo de las letras, donde las armas nunca deben ser unas cachiporras. Allá él, con la seguridad de que encontrará eco en un país donde la moderación pasa por ser flojedad de espíritu.

No obstante, le invito a una reflexión. En los próximos meses, cuando aparezcan los dos libros de «ese Mateos» que ya conoce, seguro, Andrés Trapiello probablemente recibirá un disgusto compartido con otros partidarios de la mitificación de Manuel Chaves Nogales. Conviene prepararse, tomarlo con calma y volver a los cauces de la discusión pausada donde el respeto resulta fundamental. Merece la pena y, de paso, Andrés Trapiello ahí se reencontrará con personas que apreciamos sus obras, aunque seamos sectarios, fanáticos y hasta fabuladores.

 


viernes, 19 de julio de 2024

Manuel Chaves Nogales , ocurrente padrino


 Manuel Chaves Nogales y su esposa

El militar y periodista Leopoldo Bejarano Lozano formaba parte de «la gente del trueno» y, como personaje capaz de pasar de manera destacada a las páginas de Rafael Cansinos Assens, donde tantos tipos peculiares hay, era conocido por su carácter pendenciero, que en más de una ocasión le llevó a batirse en duelo.

Su colega Isidro Corbinos recuerda en sus memorias de la Guerra Civil publicadas en Santiago de Chile que Leopoldo Bejarano, por una probable cuestión de faldas, debió comparecer en un duelo a pistola en Carabanchel Bajo, una localización que aporta una nota casticista a la cuestión.

El padrino de Leopoldo Bejarano era su colega Manuel Chaves Nogales, un escritor predispuesto para el humor sin menosprecio de la aventura. El apadrinado, consciente de lo estipulado en 1900 por el marqués de Cabriñana en su obra Lances entre caballeros, «el casticismo de la caballerosidad», se presentó en el lugar establecido provisto de un «levitón de guardarropía y una alta chistera».


El marqués de Cabriñana


Sin embargo, el anónimo contrincante y probable ofensor por cuestiones de celos se presentó de manera desastrada. En concreto, desprovisto del abrigo y con sombrero de fieltro. Una vergüenza, vamos.

Justo en el momento en que las pistolas ya estaban desenfundadas y los reglamentarios pasos a medio dar, Manuel Chaves Nogales gritó un ¡alto! capaz de paralizar a los asistentes. Según su posterior argumentación, el duelo no se podía culminar porque uno de los caballeros, aparte de desastrado, gozaba de ventaja al ofrecer el vestuario reglamentario, el de la guardarropía, un «mejor blanco».

El otro padrino, acostumbrado al regateo dialéctico, propuso que ambos se batieran en mangas de camisa, pero el escandalizado sevillano adujo que esta posibilidad también estaba vetada en el «proyecto de bases para la redacción de un código del honor en España» que publicara don José de Urbina y Ceballos Escalera (Madrid, 1860-1937), el citado marqués de Cabriñana.

Ante el recurso propio de un abogado en apuros, los dos padrinos convinieron la cancelación definitiva del duelo a pistola mediando un probable empate técnico, que Leopoldo Bejarano pronto celebraría en su tasca habitual porque seguía vivo y con ganas de atormentar a la familia, según lo visto en el sumario del consejo de guerra que procesó al grupúsculo constituido en torno al local de Fotografía Mendoza.

El periodista salmantino, que es un bolsín de anécdotas, no solo perteneció a la gente del trueno, sino que supo «caer en blando» al finalizar la Guerra Civil. Sus andanzas como procesado en un sumarísimo de urgencia, con una condena sorprendentemente benévola por sus contactos con los vencedores y algunas cuestiones que no aportan prestigio de cara a la memoria, forman parte del más alocado capítulo incluido en el segundo volumen de mi trilogía sobre los consejos de guerra de periodistas y escritores durante el período 1939-1945.

A la espera de su publicación, baste ahora recordar que quien pretendió alistarse en la División Azul mientras estaba procesado por segunda vez, con el consiguiente agradecimiento de su esposa, se salvó de un probable tiro gracias a Manuel Chaves Nogales. El mérito del sevillano es notable, pero no creo que deba contribuir a la mitificación que algunos han hecho del mismo porque obvian algunos documentos de 1936.



Por cierto, la obra del marqués de Cabriñana ha sido reeditada por la editorial Renacimiento. La leeré con atención durante este verano por si, en otoño, debo recurrir a una estratagema como la aducida por Manuel Chaves Nogales para evitar algún lance de honor.


jueves, 18 de julio de 2024

Una necrológica de Antoni Pugués i Guitart


Mi colega Juan Carlos Mateos Fernández me ha facilitado el borrador de una monografía centrada en la trayectoria de Manuel Chaves Nogales entre agosto de 1936, cuando el periodista regresa a Madrid, hasta noviembre del mismo año. La obra abunda en información poco o nada atendida hasta el presente y la futura publicación contribuirá a conocer mejor al sevillano, tan interesante siempre y, a veces, mitificado con la consiguiente tergiversación de los hechos históricos.
A la espera de la publicación, para la que he sugerido algunas modificaciones, Juan Carlos Mateos Fernández me ha proporcionado una abundante documentación que me permite conocer mejor a los periodistas que fueron procesados en consejos de guerra. 
El manresano Antoni Pugués i Guitart fue uno de ellos, según lo explicado en la entrada del pasado 12 de mayo. Ya había fijado, gracias a la prensa barcelonesa, la fecha de defunción del mismo. El dato era desconocido en las pocas referencias al citado periodista. Ahora la puedo corroborar por una breve necrológica publicada en El Alcázar el 15 de noviembre de 1941. Juan Carlos Mateos Fernández ha transcrito el texto:
«víctima de una repentina angina de pecho, ha fallecido repentinamente en su casa de Ciudad Lineal el antiguo periodista don Antonio Pugués Guitart. A su viuda e hijos, especialmente a su primogénito Jorge, oficial del Ejército, expresamos nuestro más sentido pésame, al tiempo que rogamos a los lectores una oración por el eterno descanso de su alma».
La necrológica aparecería gracias a la intervención del citado oficial del Ejército, pero -como es previsible- nada dice acerca de que el «antiguo periodista» había sido apartado de su trabajo por un consejo de guerra que le condenó. Poco antes de fallecer, y probablemente por su delicado estado de salud, el manresano fue puesto en libertad, justo para morir -no tan repentinamente- en su domicilio junto a su mujer e hijos.
La aparición de la necrológica en el diario falangista es un gesto de humanidad, pero mantiene el silencio acerca de la represión. En la inmensa mayoría de los casos que he estudiado ni siquiera hubo ocasión para tener un gesto similar.

martes, 16 de julio de 2024

Hay que preparar la vuelta a clase (y disfrutar)


Durante toda mi vida laboral, y van cuarenta y dos cursos desde que la inicié como profesor, he soportado las bromas de quienes decían envidiarme por un veraneo de tres meses que se suma a otras vacaciones. Yo no niego que haya docentes que los disfrutan sin cargo de conciencia, pero me temo que la mayoría nunca ha conocido semejante bicoca, ni siquiera como funcionarios con plaza fija.
A los sesenta y seis años podría poner punto final o seguir cobrando como catedrático sin apenas dar un palo al agua. La circunstancia, por desgracia, no llamaría demasiado la atención porque algunos finales de las carreras docentes parecen un tranquilo deslizamiento hacia la nada. Sin embargo, otros docentes tenemos conciencia de funcionarios, nos gusta nuestra tarea como servicio público y procuramos mantener el ritmo de trabajo de toda la vida porque la salud todavía nos acompaña.
Esta semana he cerrado las actas del curso pasado y, ahora mismo, ando enfrascado en la preparación de las clases del próximo, donde después de dos años con semestres sabáticos por motivos de investigación vuelvo a explicar la asignatura Historia del espectáculo: teatro y cine en la España del siglo XX. La impartiré junto con un joven profesor que, mientras espera opositar a una plaza digna, trabaja en la universidad en unas condiciones económicas que me parecen impropias de una institución pública. Por desgracia, no las puedo cambiar, pero sí asumir una parte considerable de las tareas de mi joven colega para que la experiencia sea formativa y no solo recordada como un trabajo de "becario" al servicio de Nacho Cano.
Los apuntes de la asignatura, como siempre, son de acceso público por si otros jóvenes profesores de distintas universidades pudieran beneficiarse de los mismos. Mi trabajo se realiza con dinero público y sus resultados están a disposición de la ciudadanía que me paga con sus impuestos:

http://hdl.handle.net/10045/145193

Mientras vuelvo a preparar los comentarios acerca de escenas como la de la foto, un entrañable diálogo entre Luisito y la niña a la que dedica sus primeras rimas con la esperanza de un beso, sigo con temas menos risueños como son los consejos de guerra. El segundo volumen de la trilogía dedicada a los procesos contra periodistas y escritores ya está entregado y en otoño, si todo va bien, trabajaremos para ultimar su edición a cargo de la editorial Renacimiento en colaboración con el Servicio de Publicaciones de la Universidad de Alicante.
Estos trabajos han motivado la invitación a participar en un volumen colectivo que editará Espasa Calpe sobre los mecanismos de represión durante la dictadura franquista. A pesar del calor de julio, ya he redactado mi capítulo acerca de las víctimas inesperadas de aquellos consejos de guerra, que no solo condenaron a los antifascistas como Miguel Hernández o a los autores comprometidos en general con lo que supuso la II República. Hay otras víctimas bien distintas que también merecen nuestra atención para calibrar las verdaderas dimensiones de la represión franquista durante la posguerra.
La revista norteamericana Anales de Literatura Española Contemporánea cumple cincuenta años en la brecha del hispanismo. Con tal motivo, me han invitado a participar en un número extraordinario con un artículo sobre el consejo de guerra del dramaturgo Antonio Buero Vallejo. Ahora mismo lo estoy redactando y en septiembre partirá camino de los colegas que con tanto trabajo sacan esta ejemplar publicación a la que, involuntariamente, di un motivo de preocupación a partir de una demanda judicial resuelta tras las sentencias del Tribunal Supremo y el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana. El tantas veces citado artículo sobre el juez humorista, Manuel Martínez Gargallo, y Diego San José con el tiempo se ha convertido en un best seller que prueba la sinrazón de quienes pretendieron censurarlo.
También sigo pendiente de los trámites del doctor que me haría muy feliz entrando en la plantilla de la universidad que abandonaré dentro de cuatro años con motivo de mi jubilación. Tengo el privilegio de haber sido su «tercer director de tesis», pero sobre todo la alegría de ver a un joven al que he transmitido la voluntad del trabajo junto con otra joven que, con su esfuerzo, ya se ha abierto camino en una España abierta y plural.





Y, claro está, tengo una pila de libros que se han acumulado tras un curso donde no siempre contamos con el tiempo suficiente para su lectura. Si el calor no lo impide, con la flojedad que acarrea, en septiembre la pila habrá desaparecido y hasta podré disfrutar de unos pocos días de descanso total en compañía de quien siempre ha estado conmigo. Mientras llegan, y sin que nadie se entere, aprovechamos algunas noches para viajar a través de la música y el cine que tantos recuerdos nos traen. Algunos días regresamos a Lisboa para emular a Pereira de la mano del gran Marcello, que siempre merece una evocación con la música de Ennio Morricone:




Y otros, más quiméricos o entusiastas, viajamos a la Cuba que nunca visitaremos porque se ha convertido en una dictadura. Lo lamentamos, pero siempre nos quedará la isla soñada en compañía de aquellos ancianos del Buena Vista Club Social que nos enseñaron la dignidad de una vejez creativa. Para ese viaje fantástico solo precisamos de una moto con sidecar y nos la prestó Wim Wenders en una película de 1999 que forma parte de nuestro imaginario:



sábado, 13 de julio de 2024

Ni una, ni grande ni libre, de Nicolás Sesma


 

Las buenas noticias deben ser celebradas. Cuando redacto estas líneas, acabo de saber que Ni una, ni grande ni libre, de Nicolás Sesma, acaba de sacar su cuarta edición gracias, fundamentalmente, al boca a boca de los lectores interesados por la reciente historia de España. Yo he tenido la suerte de ser uno de ellos, cuando la tercera edición era el fruto de unas valoraciones positivas que me habían llegado por diferentes vías. Tenían razón sus autores y, tras finalizar el curso, he podido dedicar unos días a enfrascarme en un grueso volumen cuya lectura es apasionante para quien quiera conocer la historia del franquismo.

Ni una, ni grande ni libre cuenta con reseñas en la prensa y vídeos de presentación en el catálogo de You Tube. Poco o nada puedo añadir a lo dicho por plumas más autorizadas que la mía en estas materias. El libro está llamado a perdurar hasta convertirse en una referencia inexcusable para el conocimiento de la dictadura y, estoy seguro, a partir del próximo curso aparecerá en los programas de lecturas de numerosas asignaturas universitarias, al menos en las universidades públicas.




Solo quiero dar gracias al autor. Desde hace bastantes años, publico libros dedicados a temas relacionados con la cultura del periodo franquista. Incluso he llegado a escribir, en Cuéntame cómo pasó. Imágenes y reflexiones de una cotidianidad (1958-1975), acerca de mi experiencia como niño o adolescente durante el tardofranquismo. La metodología es deudora de la microhistoria y tiendo a acotar una materia concreta para, en el mejor de los casos, obtener de su análisis unas conclusiones que por analogía sirvan de cara al conocimiento de una parcela más amplia. La tarea me obliga a andar con la cabeza agachada y provisto de una lupa atenta al mínimo detalle. Aunque nunca olvido el contexto, una obligación del historiador, un libro como el de Nicolás Sesma me ha permitido levantar la cabeza y tener conciencia de las verdaderas dimensiones del franquismo. Solo cabe agradecerlo.

Y aprender, pues por muchos años que llevemos dedicados al estudio de la dictadura siempre encontraremos en una aportación tan significativa parcelas desconocidas o minusvaloradas. Así ha ocurrido con los capítulos dedicados a la política exterior del franquismo, que son fundamentales para entender su continuidad a lo largo de cuarenta años y en buena medida desconocía. Un nuevo motivo de agradecimiento.

Después de haber publicado más de treinta libros, soy consciente del esfuerzo que supone la preparación de uno de temática tan amplia como la afrontada por Nicolás Sesma, con quien ahora preparo un volumen colectivo dedicado a los mecanismos de la represión durante la dictadura bajo la coordinación de Sergio Calvo Romero y Ana Asión Suñer. Hoy mismo, en El País, nuestro común amigo Jordi Amat escribe que Nicolás Sesma parece haberlo leído todo. Razón tiene a la vista de la bibliografía consultada para la elaboración de Ni una, ni grande ni libre, una tarea que desborda la capacidad del lector más empedernido y contrasta con el adanismo intelectual, o la soberbia, de algunos ensayistas al servicio del revisionismo.

Gracias a Nicolás Sesma, he anotado futuras líneas de trabajo y la correspondiente bibliografía. La historia es una tarea colectiva donde debiera prevalecer la colaboración. Yo mismo también le he indicado lecturas que permitirían matizar o completar algunos párrafos de su libro. A diferencia de quienes se sienten criticados cuando alguien les sugiere una lectura, la respuesta de Nicolás Sesma ha pasado por el agradecimiento y la colaboración con la voluntad de aprender mutuamente. El dato prueba que estamos ante un profesional de la historia y, sobre todo, ante alguien a quien el éxito no le ha conducido por los caminos de la soberbia como tan a menudo sucede.

Ya cerca de la jubilación, encontrar a un colega con un presente brillante y un futuro prometedor es una excelente noticia y, como decía al principio, la celebro. También porque me permite aprender de una voz generacional diferente a la mía. Cuando escribo sobre la cultura franquista trabajo como historiador con documentos y bibliografía, pero cuento asimismo con mi experiencia personal que tanto matiza cualquier conclusión. La circunstancia puede enriquecer el análisis o empobrecerlo. Todo depende de cómo manejemos una memoria que debe subordinarse a la ciencia historiográfica para evitar la falta de rigor. De hecho, aunque escriba desde mi memoria, lo hago previa consulta bibliográfica o documental para enriquecerla y evitar la subjetividad de quienes acaban fabulando acerca de un pasado supuestamente testimonial.

Gracias a profesores de otra generación, como Nicolás Sesma, observo las diferencias de enfoque y enriquezco mis conclusiones. Hace unos días le comenté cómo veía unos temas concretos abordados en su libro porque, a la bibliografía, añadí la experiencia personal que me permitió dudar de lo que aparece claro y rotundo en los libros. La respuesta suya pasa por el inicio de una colaboración, que continuaré con el agradecimiento de haber encontrado un interlocutor receptivo y competente.

Al leer un reciente libro de Ana Asión sobre el cine de Fernando Palacios, encontré un capítulo dedicado a una película del director aragonés donde el papel de agente soviético estaba interpretado por Alfredo Landa. La joven doctora lo comentaba con el rigor que le caracteriza, pero no pude evitar una descreída sonrisa como la que tuve cuando vi, en serio, a José Luis López Vázquez provisto de una metralleta en un policiaco rodado en la Barcelona de principios de los sesenta. Yo me eduqué con las películas interpretadas por Alfredo Landa y José Luis López Vázquez, que nunca serán en mis libros solo dos grandes actores. También forman parte de mi memoria y en la misma, como sucede con nuestros familiares más directos, algunas facetas solo pueden ser unos disfraces que provoquen la risa o la guasa.

Así se lo cuento a los jóvenes que toman el relevo en las aulas, para fortalecer un diálogo intergeneracional que nos ayude mutuamente a conocer mejor nuestro pasado inmediato, el de un franquismo que pronto, y va siendo hora, solo será una materia histórica donde la memoria ocupe su debido lugar.


sábado, 6 de julio de 2024

Álvaro Retana, don Sinforiano y la Dirección General de Seguridad


La bibliografía sobre Álvaro Retana cuenta con estudios rigurosos, pero a menudo se deja llevar por otros de literatos donde las leyendas abundan tanto como la fabulación. El propio autor nacido en Filipinas tiene algo de responsabilidad en esta proyección de su atractiva personalidad, pues fue hábil a la hora de trazar su personaje público gracias a anécdotas, reales o inventadas, donde jugó con una calculada ambigüedad que no le evitó ser procesado por todos los regímenes políticos presentes a lo largo de su vida.
Una de esas leyendas guarda relación con su éxito periodístico y editorial, que le habría acarreado una considerable fortuna durante la década de los veinte fundamentalmente. Alvarito era hijo de una familia rica y, gracias a la favorable acogida de sus creaciones desde muy temprana edad, habría amasado el suficiente dinero para vivir con refinamiento sin depender exclusivamente de su mensualidad como funcionario del Tribunal de Cuentas.
Yo mismo así lo creí. No obstante, la consulta de las fuentes primarias o documentales es el mejor antídoto contra la fabulación. Al examinar el proceso derivado de la querella por injurias interpuesto por la actriz Irene López Heredia -véase la entrada del 5-VI-2024-, comprobé que en 1929 el supuestamente adinerado autor tenía deudas pendientes con la justicia, vivía con modestia en una casa de huéspedes por cuya pensión completa pagaba diez pesetas diarias y que al frente de la misma estaba Sinforiano Martínez Cardete. 
El guardia municipal de filiación arnichesca declara ante el juzgado el 9 de julio de 1930 y, además de avalar a su pupilo desde hacía diez años, aporta del mismo una imagen contrapuesta a la que el novelista mantenía en sus escritos galantes: «observa buena conducta tanto pública como privada, siendo honrado trabajador sin que le conozca vicios ni malas compañías de ninguna clase». 
Si don Sinforiano, por aquello del cariño tomado a los pupilos con años de permanencia, no mintió, quien verdaderamente mintió fue el propio Álvaro Retana para crear un personaje público con tanta aceptación en la bibliografía gracias a los trabajos de Luis Antonio de Villena.
El juez también solicitó a la Dirección General de Seguridad un informe sobre el procesado. El fechado el 2 de julio de 1930 indica que «no se le conocen bienes, ni se advierte en su domicilio signo alguno de riqueza y satisface por la pensión completa diez pesetas diarias». La imagen dada por la policía es más propia de un discreto funcionario del Tribunal de Cuentas que del «novelista más guapo del mundo».
No obstante, el mismo informe contiene un curioso párrafo del que no me consta su utilización en la bibliografía sobre el autor: «De sus vicios, vida y costumbres, existe el rumor público de que tiene inclinaciones afeminadas, sin que se haya podido comprobar; no se le conocen virtudes. Con frecuencia acuden a su domicilio artistas de teatro, no produciendo escenarios y haciendo vida ordinaria».
Por lo tanto, la Dirección General de Seguridad viene a coincidir con don Sinforiano, que para eso era guardia municipal y hombre de orden como el Candelas de La Revoltosa. Alvarito, de tendencias no comprobadas, recibía en la casa de huéspedes a gente de la farándula, pero con discreción y sin pretender crear «escenarios». «No se le conocen virtudes», es cierto. Incluso de manera absoluta, pero tampoco se le atribuyen vicios por parte de una policía bastante predispuesta a encontrarlos en quienes manifestaban «unas masculinidades disidentes».
La conclusión es obvia: si queremos disfrutar con las andanzas de un personaje con numerosas anécdotas para el recuerdo y la oportuna cita de lucimiento, leamos textos como los escritos por Luis Antonio de Villena, pero si pretendemos conocer a la persona que estaba debajo del personaje acudamos a las fuentes documentales y primarias. Suelen ser tan aburridas como de comprensión compleja por el enrevesado lenguaje judicial, pero dejan frases para la posterioridad como aquella de una persona a la que «no se le conocen virtudes». Al menos, Alvarito tuvo la de saber mentir con gracia y frescura, que no es poco.
 

viernes, 5 de julio de 2024

Irene López Heredia, primera actriz, se querella contra Álvaro Retana


El humor, o más bien el poco humor, de las primeras actrices del siglo XX ha sido motivo de anécdotas, comentarios y asombros. Irene López Heredia (1894-1962) no constituye una excepción e, incluso, pasa por ser de las más malhumoradas en sus relaciones con los periodistas y los críticos. José Luis Salado lo explicó en La Voz con notable claridad cuando la dama del teatro marchó a Argentina durante la Guerra Civil y se posicionó a favor de los sublevados.

Unos pocos años antes, Álvaro Retana fue quien tuvo pruebas de la irascibilidad de una actriz incompatible con las críticas o los comentarios irónicos. El novelista más guapo del mundo alcanzó fama, bien ganada, de provocador y el 20 de abril de 1929 publicó el artículo «La bellísima actriz Irene López Heredia se retira del teatro para montar un bar soberbio en la Puerta del Sol», que apareció en la revista de humor Gutiérrez.

La dama del teatro, desde luego, no estaba por entonces dispuesta a retirarse del teatro y menos todavía a montar un bar, aunque Álvaro Retana da a entender su afición a la bebida. También revela su escasa sensibilidad artística y una cultura teatral cuestionable. La publicación del artículo sentó fatal a Irene López Heredia y, tras recibir unas cartas del novelista, el 16 de noviembre de 1929 se querelló contra él por el delito de injurias con la colaboración entusiasta y hasta apocalíptica del abogado Carlos Salas y Sánchez Campomanes, que gracias a su persecución de cualquier liberalidad terminó como procurador en Cortes durante el franquismo.

El sumario lo he localizado en el Archivo Histórico Nacional (sig. FC- Audiencia T Madrid Criminal, 16, exp. 1) y su consulta me ha permitido conocer otro de los numerosos procesos seguidos contra Álvaro Retana, que en esta ocasión también estaba acusado de publicar la novela Actriz de vanguardia (1929). En la misma no aparece citada Irene López Heredia, aunque el abogado la considera escrita «en clave» para injuriar a su clienta como alcohólica, plebeya, insensible, impúdica, torpe y pérfida.

Irene López Heredia no se andaba con pequeñeces y pedía cuatro años y nueve meses de destierro para Álvaro Retana. Ni Unamuno recibió semejante castigo cuando cuestionó la monarquía. El novelista también debería afrontar una multa de veinticinco mil pesetas, una fortuna para aquella época.

El asunto se resolvió de forma razonable cuando el novelista, que desde el principio había intentado hacer las paces, pidió disculpas públicas y la actriz retiró la querella tras aceptarlas. Alvarito, que por entonces vivía en una casa de huéspedes regentada por un policía municipal de nombre arnichesco, Sinforiano, respiraría aliviado por haber escapado de una nueva multa cuando todavía no había pagado las anteriores.

El episodio de la irascible actriz y su abogado aparecerá con jugosas anécdotas en el capítulo dedicado a Álvaro Retana dentro del segundo volumen de los dedicados a los consejos de guerra contra periodistas y escritores. El desenlace en esta ocasión no fue trágico, pero el novelista, antes de ser condenado por el franquismo, ya tuvo constancia de los estrechos límites de la libertad de expresión cuando media la irascibilidad de una primera dama.