Los responsables de Mucho
ruido y pocas nueces (1993) demostraron la viabilidad de una adaptación
cinematográfica de un texto teatral clásico que interesara al gran público y
contara con la aceptación de la crítica. La consecuencia fue una corriente
favorable a estas iniciativas durante los años posteriores al estreno. En este
marco, la cinematografía española no debía permanecer ajena a la posibilidad de
llevar a cabo una tarea similar con los clásicos coetáneos de Shakespeare.
La directora y
realizadora Pilar Miró contaba con una amplia experiencia en la adaptación de
textos teatrales del Siglo de Oro desde su prolongada etapa en RTVE, cuando los
espacios dramáticos de su programación tuvieron un gran desarrollo. Al margen
de textos literarios que también adaptó para distintos formatos televisivos, la
realizadora participó en programas como Estudio 1, que fueron
fundamentales para la divulgación de los clásicos áureos, así como los del teatro de otras
épocas.
Al margen de esta
actividad televisiva y la desarrollada en el ámbito cinematográfico, Pilar Miró
también fue directora teatral. Desde los tiempos de Adolfo Marsillach como responsable
de la CNTC, la pionera en tantos campos participó en la renovación de la puesta
en escena de nuestros clásicos que se produjo a mediados de los años ochenta y
que continúa hasta la actualidad.
Dadas estas
circunstancias, era previsible que Pilar Miró se interesara por la película de
Kenneth Branagh e intentara seguir sus pasos tomando como punto de partida un
clásico español que pudiera facilitar unos resultados similares. El texto
seleccionado fue El perro del hortelano (1612), de Lope de Vega. No era
una de las obras lopescas más representadas en los escenarios del siglo XX,
pero reunía unas características especialmente adecuadas para seguir la senda
trazada por el director irlandés.
El empeño de Pilar Miró
afrontó desde el principio graves problemas. La realización requería un elevado
presupuesto y los productores desconfiaban de la respuesta del público ante una
película basada en un texto teatral del siglo XVII y que mantenía el verso.
Nadie, salvo la directora y los intérpretes, confiaba en el éxito popular y el
rodaje llegó a estar interrumpido por los gravísimos problemas económicos
planteados por los productores.
Pilar Miró no solo fue
una pionera cuando en los años sesenta entró en la plantilla de RTVE, sino que
también era una mujer de carácter acostumbrada a los retos y los peligros. En
esta ocasión lo demostró de nuevo y, salvando innumerables problemas, el rodaje
llegó a su fin, la película se estrenó y el éxito popular y de crítica demostró
que también en España se podía hacer algo similar a lo conseguido con la citada
obra de Shakespeare.
Tanto el texto original
como su adaptación cinematográfica giran en torno a un enfrentamiento que constituye el núcleo fundamental de la obra: la oposición del amor y un
honor vinculado con el estado social de los protagonistas. Recordad en este
sentido el monólogo de Diana en los versos 325-328. La condesa ama intensamente
a Teodoro, pero no puede casarse con él porque una aristócrata no debía
enamorarse de un secretario, aunque ambos compartieran los rasgos (juventud,
belleza, ingenio…) que permiten augurar una relación feliz.
A diferencia de lo
habitual en las comedias del Siglo de Oro, Diana es una protagonista femenina
no sometida a una jerarquía masculina (padre o hermano). Esta circunstancia
favorece su autonomía para marcar los pasos de una iniciativa amorosa que le
conduce a Teodoro, aunque sepa de su inferior condición social y de su relación
con Marcela, otra servidora de la condesa.
Los celos y la envidia de
Diana le llevan a traicionar a Marcela, al igual que la ambición de Teodoro
supone la soledad de una servidora tan enamorada del secretario como
traicionada por la pareja protagonista, que no duda en recurrir al ingenio y la
mentira para alcanzar sus objetivos sentimentales.
Diana y Teodoro comparten
juventud y belleza, pero no virtud en el sentido que veremos en otras obras seleccionadas
para el programa de la asignatura. La novedad es que, en esta ocasión, la
virtud de los protagonistas no supone un requisito para alcanzar el desenlace
feliz donde los enamorados culminen su relación.
El azar, con la
colaboración explícita de un engaño no exento de cinismo, permite solucionar
el conflicto planteado con el citado enfrentamiento entre el amor y el honor.
Teodoro aprovecha el afán del conde Ludovico por encontrar a su perdido hijo y,
con la colaboración del criado/gracioso Tristán, consigue engañarle hasta el
punto de presentarse como ese vástago perdido y reencontrado al modo que era habitual en la
narrativa contemporánea. Recordemos que la obra de Lope está basada en una
novela del italiano Bandello, autor de un modelo de narrativa al que también
acudió Shakespeare en su momento.
El público es consciente
del engaño y lo acepta por estar asociado a un ingenio al servicio del amor.
Diana y Teodoro, deseosos de culminar una relación marcada por el erotismo,
hacen como si no lo reconocieran y aprovechan la ocasión para solventar el
problema que les separaba: el secretario de repente es un noble y, como tal,
puede casarse con la condesa sin atentar contra el decoro y el sentido del
honor de una aristócrata.
En realidad, Lope de
Vega, mediante el ingenio argumental de la solución propuesta, revela una vez
más que el amor puede imponerse a cualquier obstáculo. La idea es un tópico de larga trayectoria,
pero agrada al público, que también anhela un desenlace feliz donde los
encantadores malvados -Diana y Teodoro- satisfagan sus deseos.
La única perjudicada es
una Marcela traicionada por ambos protagonistas. Lope de Vega recurre al
convencionalismo de un marco de ficción por entonces ya codificado y encuentra
una solución: gracias a un reparto que no requiere justificaciones, Marcela
emparenta con Fabio en un desenlace donde, como en la obra de Shakespeare, las
bodas múltiples cierran las historias de amor desarrolladas a lo largo de la
trama argumental.
La propuesta de Lope
versionada por Pilar Miró gusta al público poco dispuesto a compartir los
rígidos códigos del honor o el decoro. También deseoso de que la belleza y la
juventud de los protagonistas justifiquen un desenlace feliz donde nadie queda
perjudicado. Ni siquiera Marcela, emparentada al final, ni Ludovico, que
consigue la felicidad de un reencuentro, aunque esté basado en la falsedad de
un engaño.
La película de Pilar
Miró, al igual que la de su colega, es una celebración de la belleza asociada
al amor y el ingenio. Desde la localización hasta el vestuario, pasando por la
excelente interpretación del reparto, los recursos empleados están al servicio
de un hermoso espectáculo que solo requiere de nuestra complicidad. Y, al
final, los espectadores también participan de una alegría colectiva plasmada en
el baile de la última escena, que repite lo ya visto en la película de Kenneth
Branagh. El resultado en ambos casos es una sonrisa basada en un texto clásico
convenientemente adaptado al presente.
Pilar Miró
A continuación, reproduzco la presentación preparada para el curso 2023-24:
Tras el exitoso estreno
de Mucho ruido y pocas nueces, Pilar Miró decidió realizar una
adaptación de un clásico teatral español con similares objetivos. Al margen de los
paralelismos entre dos dramaturgias coetáneas, la realizadora contaba con una
sólida trayectoria en las adaptaciones de textos teatrales para televisión como
pionera de RTVE y, al mismo tiempo, también había intervenido en trabajos de
dirección para la CNTC desde su fundación en los ochenta bajo la tutela de
Adolfo Marsillach. Pilar Miró era la cineasta española mejor preparada para afrontar
este desafío, que tenía bastantes antecedentes en el cine español, pero con
presupuestos estéticos distintos y superados a mediados de los años noventa.
La producción debió
sortear numerosos problemas en un clima de escepticismo en torno a la
viabilidad de una película basada en un texto de Lope y en verso. Ambas
circunstancias significaban ir contra corriente en lo relacionado con los
gustos del público. Por otra parte, y siguiendo las pautas establecidas en la
citada producción británica, Pilar Miró necesitaba disponer de un presupuesto
elevado por la cantidad de intérpretes, la espectacularidad del vestuario, la
localización en exteriores -fueron elegidos unos jardines situados cerca de
Lisboa-, el trabajo previo con los intérpretes para decir el verso, la
necesidad de contar con un reparto de altura para hacer atractiva la película… Este
conjunto de requisitos encareció el presupuesto sin que los productores
confiaran en el éxito de taquilla. La situación derivó en un enfrentamiento
entre la dirección artística y los responsables económicos, llegando a estar
paralizado el rodaje durante semanas. La decidida apuesta de Pilar Miró
consiguió recabar el dinero suficiente para terminarlo con la ayuda de unos
intérpretes que eran conscientes del interés de la tarea realizada.
El éxito fue espectacular
por los premios Goya recogidos aquel año, la unánime recepción crítica y los
resultados en taquilla. La sorpresa fue enorme porque contradecía prejuicios y
expectativas. Sin embargo, el camino iniciado por Pilar Miró apenas tuvo
continuidad más allá de alguna película aislada como La dama boba, que
veremos la semana próxima.
El perro del hortelano es
una obra conocida de Lope, pero nunca ha formado parte de las imprescindibles
en las carteleras. Su reiterada puesta en escena durante las últimas décadas
es, en parte, fruto de la popularidad que tuvo gracias a la adaptación. Nos
encontramos ante un ejemplo de cómo una película favorece el destino de una
obra teatral.
La elección de Pilar
Miró, con el asesoramiento de Rafael Alarcón Sierra en la versión filmada, se
fundamenta en que, como ocurriera en la producción británica de referencia, el
tema vuelve a ser la celebración del amor, que se impone por encima de
cualquier obstáculo. En este caso el conflicto surge por la diferencia de clase
entre los amantes. Se resuelve mediante una divertida estratagema que, en
realidad, cumple con las convenciones de la época -nunca hay bodas entre
sujetos de diferentes estamentos- y viene a decir que el amor está por encima
de las diferencias sociales. Si Teodoro debía ser noble para casarse con Diana,
siempre habrá un criado ocurrente y osado que sorprenda y divierta con su
estratagema para conseguirlo. Recordad lo contado acerca de la estratagema
utilizada para alcanza el final feliz en la producción británica.
La interpretación del
reparto consigue que el público olvide pronto que los diálogos son en verso. El
mismo se pone al servicio de la interpretación y no a la inversa, evitando el
“rengloneo” -una forma de recitar que deja entender el paso de un verso a otro,
de un renglón a otro- y compatibilizando la brillantez poética de Lope con la
credibilidad interpretativa. La tarea requirió una preparación de los
intérpretes de la mano de Alicia Hermida, que ya había realizado esa labor para
la CNTC.
Aunque el nivel
interpretativo es alto en todo el reparto, con secundarios de lujo como Blanca
Portillo o Miguel Rellán, merece la pena centrarse en el trabajo de Emma Suárez
(Diana). Su papel es complejo porque la literalidad de sus réplicas contradice
sus deseos. La dualidad la deja ver con la mirada, la gestualidad, el tono
empleado, el movimiento… A menudo, percibimos más acerca de la protagonista por
estos medios que a través de la palabra. Su trabajo ejemplifica lo explicado en
clase al respecto.
Fernando Conde (Ludovico)
muestra cómo representar el tipo del gracioso, en el cual recae buena parte de
la comicidad de la obra. Siempre cerca de Carmelo Gómez (Teodoro), la relación
entre ambos contrapone la concepción del amor, que aspira a un ideal, con la
necesidad de ser prácticos para plasmarlo. Amo/criado, galán/gracioso… forman
parejas complementarias y contrastadas, que permiten mantener la atención del
público sin caer en el previsible aburrimiento ante una acción dramática en
torno al amor que resultara demasiado idealizada.
La comicidad también es
deudora de la caricatura del amante noble que pretende a Diana en vano. Ambos
pertenecen al mismo estamento, pero uno solo pone su dinero por delante y su
rival se comporta como un verdadero amante. El público sabe con quién se va a
quedar la protagonista y, milagrosa o teatralmente, siempre hay una solución
como es la sobrevenida condición de aristócrata de Teodoro. Es decir, acaba
teniendo lo que le faltaba para vencer a su rival.
Al igual que la
producción británica, la película de Pilar Miró crea un espectáculo cinematográfico
de gran plasticidad. El objetivo se alcanza gracias a la localización en unos
jardines de Sintra (Portugal), el vestuario desligado de cualquier época para
ponerse al servicio de la obra, la banda sonora de José Nieto y un movimiento
de cámara que permite un montaje con escenas de gran belleza. Tal vez uno de
los ejemplos más notables sea el encuentro en una barca entre Teodoro y Diana,
que culmina con la intencionada caída de esta última cuando llega al
embarcadero.
La obra de Lope, y la
película también, supone una invitación a celebrar el juego del amor. Si la
aceptamos, podemos olvidar lo sucedido con Marcela, que se queda sin amante,
pero dotada para casarse con Fabio. El desenlace, tan convencional en el teatro
áureo, no resulta respetuoso con el personaje femenino, pero cabe considerarlo
desde un punto de vista teatral: un juego que, por ser comedia, permite que
todos salgan bien parados, aunque tengamos dudas al respecto si pensamos en
términos de realidad.
Al igual que la
adaptación de Branagh, la película termina con un baile o fin de fiesta donde
los protagonistas expresan su felicidad y nosotros, como espectadores, la
compartimos. El objetivo en ambas ocasiones es esa sonrisa compartida tras
celebrar la victoria del amor frente a cualquier obstáculo.