El 25 de diciembre de 1938 -véase lo tardío de la fecha en el marco de la Guerra Civil-, el diario socialista Claridad anunciaba un acto cultural de la Alianza de Intelectuales Antifascistas en la sede de la madrileña calle Marqués del Duero, 7. Los participantes en la charla eran el periodista José Luis Salado, el cineasta Rafael Gil y el escritor cinematográfico Luis Gómez Mesa. El propio periódico completa la información en las entregas del 13 y el 19 de enero de 1939.
La noticia no tiene nada de particular en lo que respecta a José Luis Salado, de quien ya he publicado diversos estudios acerca de su trayectoria como periodista antifascista durante la Guerra Civil, que le llevó a morir en el exilio de Moscú. Su nombre reaparecerá en Las armas contra las letras. Lo sorprendente es la presencia de Rafael Gil y Luis Gómez Mesa.
El primero de los citados es una figura fundamental de la cinematografía franquista con varios títulos en su filmografía que obtuvieron un amplio y merecido reconocimiento. El segundo es tal vez el escritor cinematográfico más relevante del período franquista, con distintos estudios convertidos en clásicos para conocer la historia del cine español. Nadie cuestiona su postura favorable al régimen del general Franco y, por lo tanto, llama la atención que en una fecha tan tardía ambos participaran en una actividad de la citada alianza, donde la presencia de los comunistas era notoria.
La bibliografía sobre Rafael Gil da cuenta de su movilización y participación en varios documentales republicanos rodados durante la guerra. El caso es similar al de Antonio del Amo. Los escasos estudios sobre la trayectoria de Luis Gómez Mesa indican que sus primeras aportaciones a la crítica y la historia cinematográficas aparecieron antes del 18 de julio de 1936. A partir de esa fecha se produce un silencio significativo hasta que su nombre vuelve a aparecer en la inmediata posguerra, justo cuando su amigo Rafael Gil había cosechado los primeros éxitos antes de convertirse en el director más reconocido como adaptador de los clásicos españoles durante el franquismo.
El problema radica en que, salvo error por mi parte o desconocimiento de algún trabajo, nadie explica satisfactoriamente el paso de ambos desde la intelectualidad antifascista a la intelectualidad fascista sin sufrir las consecuencias de la primera en el marco de una durísima represión. La participación en actos como el reseñado estaba penada en los sumarísimos de urgencia y no me consta que ambos los sufrieran. Y, además, sorprende su rápida incorporación al mundillo intelectual del franquismo cuando tantos otros "antifascistas" estaban en el exilio o en las cárceles como antesala del paredón o el ostracismo.
Los casos de Rafael Gil y Luis Gómez Mesa son llamativos, pero distan de ser los únicos. Un repaso de la prensa republicana durante la Guerra Civil permite ver las actividades en Madrid de algunas destacadas figuras de la cultura franquista. El ejemplo de Juan de Orduña, por entonces rapsoda, tal vez sea el más conocido, pero también vemos el nombre de Guillermo Sautier Casaseca, que todavía no era el rey de la lágrima con sus seriales estudiados en Un franquismo con franquistas. Asimismo, es posible encontrar noticias de Matías Colsada, que durante la guerra fue comisario político y "el camarada Matías", mucho antes de convertirse en el empresario de las más afamadas compañías de revistas.
La posibilidad de consultar una documentación que permita alumbrar estos "milagros" de una conversión que no dejaba huellas para los represores franquistas es una quimera. La explicación hay que buscarla al margen de los documentos porque, legalmente, estas figuras debían ser condenadas en la posguerra y apartadas de cualquier actividad pública. La realidad fue la contraria y la clave habría que localizarla en testimonios que, como es lógico, los propios protagonistas nunca dieron en público. Al contrario, fueron hábiles a la hora de esconder cualquier huella de un pasado que les podía comprometer.
Por otra parte, la represión jurídica ejercida por el franquismo durante la inmediata posguerra aporta numerosos ejemplos de que lo fundamental no era el "delito", sino la personalidad de quien lo hubiera cometido. De hecho, es frecuente encontrar condenas dispares por comportamientos similares. Incluso la absolución o el olvido por aquello que, para otras personas, supuso años de cárcel o la muerte. La consiguiente corrupción del sistema es un tema tan complejo de estudiar como evidente a la luz de estas circunstancias, que se pueden documentar y forman parte de Las armas contra las letras.
José Luis Salado dedicó muchos de sus artículos en La Voz a criticar las repentinas conversiones ideológicas de la gente farandulera. A veces fue injusto y en otras ocasiones el periodista acertó de pleno al reflejar un mundillo de intereses, mediocridades y conveniencias. En cualquier caso, allá en Moscú tal vez tuviera ocasión de saber que sus colegas antifascistas del acto celebrado en un Madrid a punto de caer en manos del general Franco eran dos prohombres de la cultura franquista. La circunstancia habría merecido su afilada pluma, pero en la capital soviética lo único que pudo hacer fue sobrevivir en medio de la añoranza.
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