Envejecer tiene poca
gracia y hacerlo con dignidad es complicadísimo. Desde que rebasé la frontera
de los sesenta, procuro hacer caso omiso de quienes me ven bien, porque
sospechan que podría estar mal, o parecen autores de libros de auto ayuda, siempre
dispuestos al consejo tan bienintencionado como carente de realidad. Consciente
y con espejo en la casa, prefiero observar a mi alrededor para buscar
referentes de envejecimiento digno y evitar los patéticos.
La observación pausada de
lo concreto favorece una reflexión ajena a los prejuicios y los estereotipos.
Hay que buscar detalles reivindicables sin necesidad de entusiasmarse con la
totalidad de cada sujeto observado. Así voy componiendo el puzle de mi retirada
a la espera de que el resultado, al menos, no moleste a quienes me rodean. Y si
en algún momento hasta brilla, pues mucho mejor.
La edad provecta debiera
ser sinónimo de discreción. Me entristece observar a los jubilados incapaces de
renunciar al protagonismo y me alegra saberme amigo de otros que han optado por
una salida sin estridencias. El objetivo hay que prepararlo con tiempo y, desde
hace algunos años, procuro quedarme en un segundo plano profesional para
acompañar, aconsejar sin paternalismo y servir a quienes me darán un relevo tan
lógico como necesario.
Ese empeño no es
noticiable. Tampoco lo es que un perro ladre, pero sí lo sería que un anciano
orinara en cada árbol para marcar territorio. Lo previsible está condenado al
anonimato y hemos normalizado interesarnos cada día, gracias a los medios de
comunicación y las redes sociales, por lo absurdo, indecoroso y hasta patético,
que a veces viene protagonizado por personas que ya debieran pensar en batallas
más propias de una edad donde el enemigo de verdad es el progresivo abandono de
la vitalidad.
Yo todavía estoy
dispuesto a combatir esta asechanza, pero en silencio y con la sonrisa de verme
rodeado de gente joven, que es el mejor medicamento. No obstante, me interesa
saber de quienes forman parte de «mi quinta» y observar sus comportamientos
para el correspondiente espanto o la satisfacción de no saberse solo en el
empeño de la dignidad.
Algún día hablaré de los
segundos, pero ahora debo hacerlo de los primeros porque esta semana presentaré
un libro de mi compañero Justo Serna sobre la trayectoria de Fernando Savater,
que desde hace años ejemplifica lo que rechazo y constituye, en mi opinión, un
modelo nada aislado de envejecimiento patético por su proyección pública.
Nunca utilizo el término
«facha» porque me parece un comodín para simplificar la realidad de muchas
personas que se manifiestan con un pronunciado radicalismo en un sentido
reaccionario. Son una legión y, si nos remitimos a las redes sociales, una
plaga. La higiene recomienda mantenerse al margen dentro de lo posible e
intentar comprender un comportamiento que por radical y polarizado nunca
debiera ser justificado.
El problema es cuando una
de esas personas procede de un ámbito donde le podíamos ver cerca de nosotros.
La decepción, como la descrita en el libro de Justo Serna, es tan notable como
profunda. Observar a un filósofo con amplia proyección mediática convertido en
un tipo que aprovecha su columna periodística para proclamar la necesidad del
radicalismo polarizador y despreciar a «la tía gorda esa», en referencia a
quien presentó las campanadas en RTVE, es tan duro que conviene recurrir al
humor para soportarlo.
Visto el ejemplo de
gordofobia, me parece oportuno recordar que mi problema con Fernando Savater es
la dificultad de distinguirlo de Brad Pitt. Ya sé que nunca debemos recurrir al
aspecto físico para descalificar, pero a veces conviene envolver la respuesta
con ese mínimo de ironía que ha perdido quien, desde hace años, se expresa como
un viejo avinagrado y faltón. Y son muchos los de su promoción que le acompañan
en la actualidad mediática porque, entre otras razones, temen perder el
protagonismo del que han disfrutado durante décadas.
Justo ya se ha jubilado,
en silencio, y conserva el humor y la curiosidad de quienes afrontan esta etapa
sin molestar, aportando motivos de reflexión y lejos de cualquier ajuste de
cuentas. Ni siquiera lo tiene con un Fernando Savater a quien siguió con fidelidad
y ahora gracias a su libro ha dejado en el rincón de quienes debieran sentarse
para pensar, aunque no lo harán porque siempre han querido ser los folloneros
de la clase.
Mal asunto cuando, como
Fernando Savater, los ochenta andan cerca. De estos abuelos patéticos
hablaremos en la presentación del libro sin cebarnos y con afán de comprensión
no exento de humor. Al fin y al cabo, cualquiera de nosotros corre el riesgo de
que no le terminen distinguiendo de Brad Pitt.