El ensayista, al igual que cualquier escritor de creación, necesita referentes y estímulos a la hora de ponerse delante del ordenador. Los reconocidos como tales suelen figurar en la bibliografía del ensayo o la monografía, pero otros forman parte de una formación estética e intelectual menos utilitaria, aunque igualmente necesaria para educar la mirada y el sentido crítico.
Tal y como he explicado en anteriores entradas, esos estímulos los encuentro preferentemente en el cine, cuyas imágenes se albergan en mi memoria con una solidez especial que permite una rememoración ahora más sencilla gracias a la tecnología. La utilizo como fuente de alimentación creativa, sobre todo cuando estoy pendiente de iniciar un nuevo trabajo.
La escritura de Contemos cómo pasó (Alicante, Publicaciones de la Universidad de Alicante, 2016) fue el resultado de un duro bregar con la memoria de un período que iba desde mi nacimiento en 1958 hasta el fallecimiento del general Franco en 1975, cuando pasé a ser un estudiante universitario en un país que iniciaba un período tan novedoso como incierto. Los recuerdos de esa cotidianidad en las postrimerías de una dictadura se agolpaban y era preciso establecer un criterio selectivo para que la cortedad del yo se diluyera en una memoria colectiva y generacional. También debía encontrar una mirada bien situada.
Los directores de cine siempre cuentan que el principal reto es saber dónde colocar la cámara. Una vez resuelto con todas sus implicaciones, que son muchas, el rodaje resulta más sencillo si el criterio se mantiene de manera coherente. Algo similar sucede en la escritura de un ensayo. La mirada es fundamental a la hora de abordar cualquier materia y, en este sentido, cuando preparaba el citado ensayo recordé la de Malik, el chaval de mi edad que vivió en la Yugoslavia de Tito, justo cuando el país balcánico se alejó de la órbita soviética.
Papá está de viaje de negocios (1985), de Emir Kusturica, es una película sin género que he visto en repetidas ocasiones. Me gustan aquellas que escapan de cualquier clasificación genérica porque afrontan la complejidad y la heterogeneidad de la realidad que recrean. Rafael Azcona me lo justificó y ejemplificó con algunas anécdotas que desde hace años explico en mis clases. Y dentro de las mismas, la obra maestra de Emir Kusturica no solo me emociona por múltiples motivos, sino que también me enseña a ver una dura y mediocre realidad histórica con la mirada de un niño callado, sonámbulo y dispuesto a sonreír tras comprender aquello que le permite su inocencia infantil.
Malik, a sus siete años, se enamora con la firmeza propia de un caballero andante, aunque la niña está enferma y se esfuma en la frialdad de un país tan inhóspito como intolerante. La experiencia es dura, pero merece la pena como cualquier otra que, en medio de la desgracia, también permite albergar algún motivo para la sonrisa. El chaval la mantiene, a pesar de las forzosas ausencias de su padre y las dificultades de la madre para salir adelante.
Al fin y al cabo, siempre hay un hermano mayor con gafas y acordeón para sobrevivir gracias a la música, un partido de fútbol retransmitido por la radio que devuelve el orgullo y la esperanza, una película de dibujos animados donde la imagen es tan hermosa como sencilla y, sobre todo, un metafórico sonambulismo que termina llevándole por los cielos cuando los demás quedan anclados en la tierra.
Por supuesto, esa mirada infantil debe ser incorporada a nuestra memoria, especialmente cuando al final de la película, después de observar tantas desgracias por culpa de la intolerancia, Malik se vuelve a nosotros y, desde lo etéreo de un sueño, nos mira de manera que nos desarma. Todos esbozamos la misma sonrisa y esa noche le acompañamos como sonámbulos:
Lo malo del cine es que, después de ilusionarnos como sonámbulos, debemos arrastrarnos por las aceras. Sin embargo, en esa realidad pedestre a veces también hay motivos para sonreír ante una historia que parece sacada de la justicia poética. Malik, el muchacho que le interpreta, escapó junto a su familia de la locura balcánica de los noventa y se formó como un reconocido chef especializado en chocolates y helados. También ahora, a sus 48 años, reparte motivos de una felicidad endulzada, que nunca dejaremos de agradecer cuando tantos energúmenos combaten el sonambulismo y hasta la inocencia del gordito que lleva una camiseta imperio mientras su amada anda tan desnuda como desvalida.
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