En la frontera del florido pensil y la EGB
Mi
cartera escolar era de un rojo desvaído con bordes blancos y redondeados. Me
parecía moderna porque estaba hecha de plástico, rugoso al tacto en su parte
inferior. Carecía de compartimentos interiores, pero tampoco los necesitaba ya
que solo llevaba un libro a clase: la Enciclopedia Álvarez, donde se
resumía todo el saber que alcanzaba a imaginar. Tenía por entonces nueve años,
mis pantalones eran cortos como los del resto de mis compañeros y me preparaba
para el temido «examen de ingreso» que desaparecería poco después. Sabía que
podía cometer hasta tres faltas de ortografía en el dictado y cada tarde, a la
salida del colegio, me quedaba en el aula para repasar el citado librote en
compañía de cuatro o cinco niños y un maestro. Don José estaría a punto de
jubilarse y nunca se olvidó de su reglamentaria camisa azul en una época en la
que otros, más jóvenes, ya la llevaban blanca, incluso cuando íbamos a visitar
la celda donde José Antonio pasó la última noche antes de ser fusilado.
El
repaso duraba una hora diaria, añadida a un horario escolar que incluía los
sábados por la mañana. Las «permanencias» constituían un momento de estudio que
recuerdo con tristeza por la sensación de soledad que inundaba un colegio hasta
entones bullicioso y en el que nunca había estado siendo de noche. Éramos
apenas una media docena de chavales de la clase «de cuarto», la de los mayores;
el resto de los compañeros ni se planteaba la posibilidad de pasar a la
secundaria. Ignoraba por entonces que formaba parte de una minoría que accedería
al bachillerato. Estaba demasiado asustado ante el examen de ingreso como para
observar lo que me rodeaba y solo conservo sensaciones, imágenes discontinuas
que intento enlazar con la ayuda de quienes vivieron experiencias similares, la
lectura o la visión de obras que las han recreado y la consulta de una Historia
que, en estas ocasiones, deja de ser una ciencia para convertirse en algo más
íntimo, incluso necesario a título personal. Hago uso de la memoria sin
nostalgia, descubro claves que me condicionaron como a tantos otros de mi
generación e intento comprender el porqué de los miedos pasados durante mi
etapa escolar. No soy una víctima, sino uno de los últimos niños que fueron
educados en la ortodoxia docente del franquismo. Y, al cabo de los años, la
explicación de esa lección tengo que buscarla por mi cuenta, sin demasiadas
ayudas de una cultura donde el ejercicio de la memoria crítica, nada bobalicona
y menos nostálgica, parece uno de los pocos lujos innecesarios.
Texto extraído de La sonrisa del inútil. Imágenes de un pasado cercano (Alicante, Publicaciones de la Universidad de Alicante, 2008):
El libro puede adquirirse en:
https://publicaciones.ua.es/libro/la-sonrisa-del-inutil_128106/
El preprint puede consultarse en:
http://hdl.handle.net/10045/136663
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