miércoles, 27 de agosto de 2025

Recuerdos de veranos y trenes


 

La vejez no es un anuncio de los planes de pensiones con clientes de una espléndida madurez. A veces siento el vértigo por la edad que galopa deprisa y, empequeñecido, me aferro al recuerdo de tantos rostros que dejé atrás a lo largo de unos caminos repletos de cruces donde la separación resultaba inevitable.

La primera vez que salí de España fue en septiembre de 1973. Era un quinceañero y pasé unas semanas en compañía de una familia francesa. Todo lo visto con los ojos bien abiertos era nuevo y distinto, muy distinto, a lo habitual en un país donde todavía resultaba obligatorio el blanco y negro.

Volví solo y en una localidad catalana perdí el tren que debía conducirme a casa. La alternativa era seguir el camino gracias a los que iban en la misma dirección. Ese día probé toda la oferta de RENFE y en un vetusto expreso que cogí en Barcelona ni siquiera había asientos libres.

En los también abarrotados pasillos coincidí con unos jóvenes norteamericanos que, con sus mochilas, viajaban mientras hacían sus pinitos en español. Me contaron lo azaroso de su destino y les correspondí con el azar que había trastocado mi planificado viaje.

Desplegaron su mapa, señalé mi destino, calcularon la distancia y sacaron una casete para que escuchara 500 miles en la versión de Joan Báez. La letra, tan sencilla como evocativa, me la explicaron, compartimos sonrisas y en ese momento supe que llegaría al destino. Agotado, pero contento de haber visto lo desconocido.




La canción quedó en la memoria y, mientras hacía la mili en Cádiz, un amigo me explicó que la mejor versión era la de Peter, Paul and Mary. El «monje urbano» la tenía grabada con sus preferidas. Agobiados por los chunguitos y similares, algún fin de semana, cuando la compañía permanecía solitaria, escuchábamos la casete como si fuera un ritual, donde el soldado incluía palabras en latín para recordar la existencia de la civilización.

En febrero de 1982 me dieron «la blanca». Aquella casete fue lo único que conservé del campamento cuando salí junto con un agricultor manchego y un donostiarra siempre emporrado. Ese día, el de la liberación, no fue una excepción. Tan colgado iba que el vasco me acompañó hasta Almansa, adonde llegamos en un frío amanecer. El helor le despejaría y comprendió que debía ir hacia el norte en vez de buscar el Mediterráneo. Se lo expliqué, vi la sonrisa por primera vez en su rostro de heavy metal y, sorprendido, le regalé la casete porque no debía bendecirle como habría hecho mi amigo.

Varios años después supe que aquel soldado formó parte del batallón que retraté en Quinquis, maderos y picoletos (2014). Duró poco, como los quinquis de pantalones acampanados. El «pico» le atraería más que la melancólica canción. Tal vez tuviera razón y, además, nunca le habría discutido su derecho a vivir deprisa. Yo opté por otros caminos, que incluyeron un libro dedicado a tantos muertos prematuros de mi generación,

Al cabo de los años volví a escuchar la canción de unos EEUU por entonces civilizados. Las quinientas millas ya están casi recorridas, en las estaciones he dejado el recuerdo de compañías fugaces y me aferro a las sonrisas de esos instantes para compartirlas con quienes me rodean.

Las sonrisas de los desaparecidos en los cruces las evoco cada verano, cuando el tiempo parece detenerse. Nunca acierto a saber si el camino será de quinientas millas o menos. La duda permanece, pero en ese tren ahora ocupo el asiento de otro viajero: el gambler, dispuesto a dar un consejo a cambio de un trago y un cigarrillo en una escena sacada de tantas películas norteamericanas:




Mi trabajo es aconsejar a veinteañeros que suben al tren. No pido tragos o cigarrillos porque solo los necesito como espectador. El consejo de las cartas es un texto abierto, pero prevalece la necesidad de conocer el as en la manga para sacarlo en el momento oportuno. De eso se trata, pero sin solemnizar, porque ignoramos si tenemos por delante quinientas millas o bajaremos en la próxima parada. Mientras tanto, más vale evitar ser un boy scout por creer en las letras del folk y el country, recordar a los amigos fugaces que sonrieron y confiar en la suerte de la memoria. También es un as en la manga para evitar vértigos y melancolías.

 

sábado, 23 de agosto de 2025

El Biscúter, sin marcha atrás y a lo loco


 Un intrépido Biscúter en pleno adelantamiento

El abuelo Pepe fue un forofo del Hércules C.F., mi padre me llevaba a ver los partidos y hasta la adolescencia creí firmemente en el «herculanismo». El uso de la razón y la experiencia de tantas derrotas me curaron de semejante desvarío, aunque me sigue gustando el fútbol.

Por llevar la contraria, mis ídolos estaban bajo los palos. Las fotos de los guardametas luciendo sus habilidades, en especial las palomitas, me encantaban. Las veía cada semana en la Hoja del Lunes, pero llegado el verano me refugiaba en dos tomos encuadernados por mi abuelo con los ejemplares del Marca de la temporada 1954-1955.

La relectura de esas crónicas era una maravilla veraniega. El Hércules C.F. nunca descendía, que era lo suyo, sino que al final siempre ocupaba la sexta posición en la tabla clasificatoria de la 1.ª división, junto a los grandes. Lo insólito suele fascinar.

La noticia de esa machada no por sabida dejaba de sorprender y, además, consolaba a la luz de tantas temporadas enfrentándonos al Iliturgi o al Calvo Sotelo, que hasta bien mayor solo asocié con un equipo de fútbol. Del asesinado don José nada sabía por entonces.

Las hazañas blanquiazules de 1954-1955 me gustaban, pero la noticia que cada verano me asombraba estaba protagonizada por Juan Manuel Fangio, pentacampeón de Fórmula 1. El as argentino vino a España por entonces y, convenientemente retribuido tal vez, elogió las prestaciones del Biscúter, un sucedáneo de coche que se empezó a fabricar en Barcelona poco antes de esta publicidad.

Nunca imaginé a Fangio al mando de un Biscúter. La posibilidad era una paradoja, pero cada verano al repasar aquellos tomos del Marca recordaba el artilugio andante que conocí hacia 1964, cuando el vehículo fabricado en Barcelona ya había dejado paso al «600» para que fuera un símbolo de la década.

Mi padre tuvo su momento de emprendedor como tantos pluriempleados del desarrollismo. Lo comprobé años después al hojear un libro sobre la crianza en casa de pollos y conejos como fuente de riqueza. El champiñón auguraba un similar resultado. El problema, claro está, es que la teoría del manual dio paso a la práctica.

Mis mayores evocaron durante años aquella etapa del emprendedor como una pesadilla poblada de conejos y pollos. La infancia me eximió de limpiar las jaulas, pero recuerdo que cada cierto tiempo venía a casa un profesional del ramo propietario de un Biscúter.

Nadie me lo ha confirmado, pero creo que este hombre se llevaba animales con el objetivo de venderlos, era lo lógico, hasta que terminó llevándoselos todos para alivio de la familia. Mientras tanto, me asomaba a aquel artilugio andante aparcado en la puerta de la casa. Un vehículo marciano no habría despertado una mayor curiosidad.

El Biscúter carecía de marcha atrás, y casi de todo lo propio de un verdadero coche. Cuando el pollero llegaba, la chiquillería se arremolinaba porque, al cabo de unos minutos, el propietario requería ayuda: había que dar la vuelta al vehículo a pulso. El artefacto pesaba 240 kilos y, entre adulos y chiquillos, el solidario acto era motivo de sonrisas y distracción.



Demostración práctica de la marcha atrás

El Biscúter llegó a incorporar la marcha atrás con el paso del tiempo, aunque se bloqueaba con facilidad dando pie a anécdotas divertidas. La publicidad de Fangio no lo redimió y su imagen quedó como una prueba del quiero y no puedo de unos años cincuenta que acabaron en la bancarrota nacional cuando nací. A partir de 1958 todo mejoró, pero Laureano López Rodó nunca tuvo en cuenta mi contribución.



En mi calle no hubo fotógrafo, pero César Gijón en su muro de Facebook (31-I-2023) colgó una foto que me resulta familiar hasta el último detalle.

La mentalidad de los pioneros y emprendedores por pura supervivencia, sin embargo, quedó vigente y sería fundamental para el desarrollismo de los sesenta. A veces con fundamento empresarial y en otras ocasiones concretada en historias donde la ciencia y la picaresca mantenían una relación equívoca.

Los XXV años de Paz se celebraron en 1964. La efeméride tuvo una omnipresente vertiente oficial para dar paso a una nueva etapa de la dictadura. La estudié en algunas de sus manifestaciones curiosas, pero dediqué un libro -Petróleo, monjas y poetas (2021)- a las otras caras del año en que supe del Biscúter.

Una de esas historias fue la del inventor -español, claro está- del motor de agua. La reconstruí con la ayuda de la familia del pionero que iba a hacer temblar a la industria petrolífera. La experiencia fue agradable por el cariño de una hermana y la simpatía de una nieta, pero a ambas nunca les confesé el origen de mi interés: el invento de aquel motor me recordaba los tiempos del Biscúter y a mi padre, junto a la chiquillería, dándole la vuelta a falta de marcha atrás. Así era aquella España en blanco y negro, aunque los historiadores se empeñen en hablar de otras cuestiones que pocos habrán incorporado a una memoria revitalizada cada verano.


martes, 19 de agosto de 2025

Periodistas extranjeras en la Guerra Civil


 

La apuesta editorial de Renacimiento por el conocimiento y la divulgación del periodismo durante la etapa republicana viene de lejos y suma cada año nuevos títulos. Acabo de leer con gran interés el más reciente libro de mi colega Bernardo Díaz Nosty, Lo contaron al mundo. Periodistas extranjeras en la Guerra Civil (2022), que va por la tercera edición (2025) gracias a su buena acogida y completa la tarea iniciada en la misma editorial con Voces de mujeres periodistas (2020).

La labor investigadora de Bernardo Díaz Nosty ha sido tan ardua como inmenso es un volumen de novecientas páginas repletas de información a menudo inédita y siempre interesante. Gracias a la misma, conocemos lo fundamental del testimonio de más de doscientas periodistas y activistas extranjeras, procedentes de diversos países, que estuvieron presentes en la Guerra Civil. La cifra asombra, pero es un reflejo del interés despertado por una contienda capaz de movilizar a quienes sabían la consideraron como un prolegómeno de un enfrentamiento global.



Bernardo Díaz Nosty

La localización y consulta de ediciones publicadas en diferentes países, así como la recopilación de numerosas fotografías, permite ahondar en la tarea nada anecdótica realizada por estas mujeres, que a menudo arriesgaron su seguridad para testimoniar lo sucedido en aquella trágica España.

Solo cabe agradecer a nuestro colega la riqueza y la valía de la información aportada en 2022 y ahora reeditada, gracias a una labor individual que contrasta con la habitual en nuestro burocrático ámbito universitario. Los colegas que compartimos motivos de interés con el catedrático de la Universidad de Málaga estamos de enhorabuena porque contamos con un valioso instrumento de trabajo y consulta. El mismo se suma a otros publicados por Renacimiento con el objetivo de ahondar en la labor desarrollada por un periodismo que vivió por entonces uno de sus momentos más interesantes desde una perspectiva histórica.

Una reflexión final al hilo de nuestra línea de investigación: la mayoría de estas mujeres, dada la índole de la labor realizada, pudo haber sido procesada en los sumarísimos de urgencia y condenada por «adhesión a la rebelión». La nacionalidad extranjera no era un obstáculo como ya vimos en el fusilamiento del cubano José Manuel Valdeón Garrido o el procesamiento del argentino Valentín de Pedro. 

Afortunadamente, salvo una periodista que consiguió refugiarse en unas dependencias adscritas a una legación diplomática, todas pudieron salir de España antes de la Victoria. Su posterior solidaridad con los vencidos fue notable y en numerosos casos se tradujo en un conjunto de iniciativas y testimonios de carácter internacionalista. 

No obstante, a partir de los textos transcritos por mi colega, no he encontrado pruebas de solidaridad con quienes, habiendo hecho su misma labor, penaban en las cárceles de la Victoria o habían acabado en un paredón. Salvo algunos apuntes relacionados con visitas de legaciones extranjeras a las cárceles de los años cuarenta, el silencio impuesto por la dictadura también afectó a sus oponentes cuando los protagonistas formaban parte del batallón de los anónimos.


sábado, 16 de agosto de 2025

El bikini pionero


 Brigitte Bardot a la espera de que Franco autorizara el bikini

Agosto es un calvario para los periodistas que permanecen en sus puestos. Cerrados por vacaciones los innumerables gabinetes de prensa y ausentes los protagonistas habituales, estos profesionales ya poco acostumbrados a pisar la calle andan a la búsqueda de noticias capaces de aligerar el sopor del lector.

La indigencia agudiza el ingenio. Ante este panorama, cada verano algún meritorio de las redacciones resucita la historia del sempiterno alcalde de Benidorm, Pedro Zaragoza, dirigiéndose a El Pardo en Vespa para que Franco autorizara el bikini en las playas de una localidad pionera del turismo.

La historia es tan genial como falsa. La desmenucé en De mentiras y franquistas (2020: pp. 73-122) y la tesis doctoral de mi amigo Carlos Salinas ha corroborado la falsedad de un relato inocuo y divertido al servicio de la promoción de Benidorm. La ingeniosa patraña merece un recuerdo, y hasta una sonrisa, pero nunca como «noticia».

Algunos periodistas parecen recordar The Man Who Shot Liberty Valance (1962), de John Ford, donde un colega suyo, conocedor del origen de la leyenda del senador Ranson Stoddard, afirma «When the legend becomes fact, print the legend!». La frase también sirve para fronteras alejadas del Oeste.

Así, cada verano algún periodista publica lo fundamental de la historia sin entrar en detalles ni reparar en su inverosimilitud. El periodismo de investigación casi ha pasado a la historia y, dados los calores de agosto junto con la escasa remuneración por un artículo, no cabe exigir lo verificado. La patraña sigue su curso con la certeza de que nadie a la búsqueda de una historia curiosa y divertida consultará a un catedrático.

Los historiadores somos unos aguafiestas para la memoria basada en los relatos que han calado en el imaginario colectivo. Entre los mismos y «la verdad histórica», el lectorado prefiere los primeros, sobre todo en agosto. Al menos, y a diferencia de otras mentiras menos ingeniosas, en esta ocasión nadie sale perjudicado y cabe recordar a Pedro Zaragoza como un publicista de categoría. Sus iniciativas en este sentido marcaron una época de expansión para Benidorm.

A riesgo de volver a ser demandado como defensor de la mentira, en mis libros he agradecido la labor de los periodistas capaces de hacerme sonreír con estrafalarias patrañas. En Un franquismo con franquistas (2019: pp. 336-355), por ejemplo, recordé una noticia publicada en mayo de 1962: Mao Tsé Tung estuvo en Alicante durante la Guerra Civil.

La fuente de la patraña fue un limpiabotas que conoció por entonces a un hombre con rasgos achinados. El periodista, con la seguridad del fabulador, lo identificó con Mao y añadió el resto hasta publicar un texto tan delirante como divertido. Consultado un amigo que conoció al responsable de la exclusiva, me confirmó que en las charlas de redacción esa historia del líder comunista incluyó detalles dignos de una placa conmemorativa.



Chino camuflado (véase círculo rojo), que bien pudo ser Mao,  dispuesto a disfrutar de la paella alicantina. Fuente: Photoshop y Google.

Las noticias tan absurdas como curiosas son tentadoras. Así lo debió pensar Torcuato Luca de Tena, director de ABC, cuando el 23 de septiembre de 1953 prescindió de la censura previa para publicar que Lavrenti Beria, la mano derecha de Stalin, estaba en Málaga tras el fallecimiento del dictador soviético.

El bulo le costó el cese fulminante. No por su falsedad, sino por haber comprometido la política exterior del franquismo. El suceso cuenta con bibliografía y apenas merece la pena insistir en el tema.

No obstante, la historia oral me permitió conocer que por entonces en las redacciones de Alicante circuló el rumor de que Beria había sido visto paseando por la Explanada. Tras saltar en paracaídas en La Mancha no se encaminó a Málaga, como publicó ABC, sino a la más cercana capital levantina, donde disfrutó del sol y la luz de «la casa de la primavera».

Nadie rebatió la exclusiva. Entre otras razones, porque en 1953 ningún español había visto una foto de Beria y el asesino cincuentón podía pasear como un alicantino cualquiera. El problema era que, conocido el cese de don Cayetano, no convenía atreverse a condicionar la política exterior del régimen.

Mao no hizo la guerra en Alicante. Ni siquiera el amor, como afirmaba la noticia recordando el atractivo de las alicantinas y la paella para el líder chino. Beria acabó fusilado sin disfrutar de un paseo por la Explanada. Así de aburrida es la historia, pero el imaginario colectivo también forma parte de nuestra realidad, aunque se alimente de dislates veraniegos a falta de noticias.

De hecho, cuando hablo con amigos periodistas, les cuento estas y otras historias curiosas a la espera de que en agosto aparezcan como «noticias». Al menos, la probable sonrisa de los lectores avisados sustituiría al odio alentado por tantos bulos acerca de la actualidad.

 


martes, 12 de agosto de 2025

El cinismo de Leni Riefensthal


 

Leni Riefenstahl (1902-2003) fue una cineasta tan genial como nazi. La directora de El triunfo de la voluntad (1935) y Olympia (1938), dos películas imprescindibles en cualquier historia del cine, tuvo una estrechísima vinculación con el régimen de Adolf Hitler. Incluso con el propio líder, que confió en su buen hacer cinematográfico para desarrollar una actividad propagandística que, a estas alturas, permanece al margen de cualquier duda.

La directora alemana sobrevivió al nazismo y, tras un período benévolo de condena, permaneció libre de toda responsabilidad por su colaboración con Hitler y Goebels. La circunstancia no es excepcional. Al contrario, los aliados fueron conscientes del grado de penetración del nazismo en la sociedad alemana y optaron por centrar la culpabilidad de lo sucedido en unos pocos nombres. Leni Riefenstahl, amparada en su condición de cineasta, quedó libre y hasta pudo continuar con su carrera.

La decisión de los aliados es polémica y todavía constituye un motivo de debate entre los historiadores. Mucho se ha escrito al respecto y no puedo aportar algo significativo en este sentido. Sin embargo, siempre me sorprendió el grado de cinismo de una Leni Riefenstahl que durante décadas desligó su obra cinematográfica de las tareas propagandísticas del nazismo.


Leni Riefensthal con Adolf Hitler

José Luis Sáenz de Heredia (1911-1992), el director de Franco, ese hombre (1964), no es una referencia inexcusable en la historia del cine universal, pero fue más consecuente que su colega alemana como propagandista de una dictadura. Aparte de dirigir películas geniales como Historias de la radio (1955) y escribir apreciables textos literarios, el cineasta franquista asumió su militancia con rasgos propios de un carácter independiente. Su encuentro en Madrid con Luis Buñuel, cuando el aragonés vino a rodar Viridiana (1961), revivió los tiempos republicanos de Filmófono y propició el abrazo de quien, agradecido por haberle salvado la vida durante la guerra, acogió al exiliado y reanudó una conversación interrumpida durante veinticinco años.

El talante de José Luis Sáenz de Heredia y otros representantes culturales del franquismo siempre me ha hecho pensar que, si hubiera dependido exclusivamente de ellos, la dictadura habría sido menos dramática y más breve. Ningún jerarca del régimen les tuvo demasiado en cuenta, tampoco el propio Franco, pero poco a poco fueron dando muestras de una cierta flexibilidad que sin duda allanó el camino hacia la democracia. De hecho, esta última tuvo un adelanto en la vida cultural sin el consiguiente correlato en otros que fueron mucho más retardatarios.

José Luis Sáenz de Heredia nunca disimuló su trayectoria porque, como individuo alejado de lo cerril, evolucionó hasta el punto de andar en compañía de «la chica ye-yé» y los jóvenes comunistas de la Escuela Oficial de Cine mientras preparaba la hagiografía del Generalísimo. Al cabo de los años, me habría gustado hablar con él para escuchar las sin duda sabrosas anécdotas de un hombre que disfrutó de la vida y nadó entre contradicciones que a veces afloran en sus películas. Leni Riefenstahl, a diferencia de su colega, conoció la derrota política y optó por un cinismo patético para negar lo evidente: su estrecha e intensa colaboración con el nazismo. Nunca habría disfrutado conversando con ella acerca de sus proezas cinematográficas porque, además de cínica, conservó hasta su fallecimiento el fondo intolerante y violento de una nazi.

Al ver el documental Riefenstahl (2024), de A. Veiel, he sentido la repugnancia de quien observa el comportamiento de una mentirosa compulsiva a la búsqueda de las más disparatadas coartadas. Lejos de mostrar un mínimo agradecimiento por la benevolencia con ella de quienes derrotaron al nazismo, la cineasta prueba la incapacidad de buena parte de la sociedad alemana a la hora de reconocer su pasado. Sus excusas no carecen de alguna razón histórica, pero resultan patéticas por la carencia de sinceridad.

Este vínculo con un pasado problemático ha estado presente, como referencia análoga, en el último capítulo de la trilogía dedicada a los consejos de guerra de periodistas y escritores. Lo he intentado comprender a la luz de las reflexiones del filósofo Karl Jaspers, imprescindibles cuando se habla de la responsabilidad, siempre individual en primera instancia, por un «pasado oscuro» (Álvarez Junco). Otros autores como Primo Levi también me han ayudado en la tarea.

Al concretar las reflexiones de Karl Jaspers, recuerdo haber encontrado un ejemplo similar al del cinismo de la cineasta. Lo cita Raul Hilberg en Memorias de un historiador del Holocausto (2019), un volumen fundamental para comprender la parcelación de la responsabilidad represiva. El ministro de transportes del régimen nazi y, por lo tanto, responsable de los servicios ferroviarios que conducían a los presos hasta los campos de concentración donde morirían, preguntado al respecto durante los juicios de Núremberg, alegó que solo se trataba de un transporte de viajeros y que, él, a título individual, nada tenía que ver con su trágico destino.


La vía férrea que conducía a Auschwitz. Fuente: RTVE

La condena moral o ética del cinismo como salvaguarda ante cualquier responsabilidad carece de sentido en el trabajo de un historiador, que debe optar por desentrañar las razones de este comportamiento más allá de lo individual. Así he procedido a la luz del caso alemán, con tantos estudios desde la derrota del nazismo, para comprender el paralelismo con lo sucedido en la jurisdicción militar durante la Victoria, que no posguerra. El resultado aparecerá en La colmena, el tercer volumen de la trilogía dedicada a los consejos de guerra de periodistas y escritores.

 

domingo, 10 de agosto de 2025

Un máster en ganchillo y bolillos


 

El estado natural de mi abuela, al menos por las tardes, era sentada, el pelo recogido en un moño, las gafas justo en la punta de la nariz y afanada con el ganchillo. Así horas y horas, mientras escuchaba la radio o vigilaba mis correrías por las aceras de una calle sin tráfico apenas.

La consecuencia eran tapetes de ganchillo repartidos por toda la casa. Tampoco fuimos originales en este sentido. Solo nos singularizamos cuando mis padres descartaron la compra de un toro o una sevillana para decorar el televisor, con tapete, que llegó a casa en 1963. La proclamación de Pablo VI fue nuestro debut familiar como espectadores. Menos mal que pronto triunfaron los Monster de «tenebroso recuerdo».

Mi abuela dibujaba su firma, pero poseía unas probadas cualidades en cuestión de matemáticas aplicadas. Jamás la vi contar los puntos dados al ganchillo. Aquella cuenta la debería llevar de una forma misteriosa porque, al final, el dibujo del encaje era simétrico.

Su memoria también era motivo de asombro familiar y vecinal. Mientras hacía las tareas domésticas, ella cantaba como tantas mujeres de la época. Su especialidad era el cuplé con letra digna de Rafael de León, sin menoscabo de algunas canciones de las sicalipsis de sus veinte años, que también fueron los del siglo.

La primera vez que supe de las andanzas de «la pulga», que desde 1906 se solazaba donde no debía, fue gracias a mi abuela. La cantaba con toda la letra y la necesaria picardía, tan ingenua, para hacerme reír con la gestualidad aprendida en su juventud: «rápida salta y se esconde/ ya me ha picado y no sé dónde».

Esas pulgas juguetonas, pasadas las décadas, son tan entrañables como los recuerdos de una generación de mujeres dispuesta a disfrutar de «los felices veinte», aunque la pareja fuera obrero metalúrgico y serio como un palo. Muchos años después, atento a las desventuras de algunas vedettes y cupletistas, averigüé el origen de una canción resucitada por Sarita Montiel, que por entonces y a mi edad formaba parte de lo prohibido. Se decía que, cuando aparecía en la pantalla, la temperatura de los cines aumentaba y eso, claro está, «no tiene solución»:




Aquellas canciones y las romanzas de las zarzuelas a veces se interrumpían por alguna circunstancia. El momento era de expectación familiar, pues con independencia del tiempo transcurrido la abuela las retomaba justo donde las había dejado. El botón de Pause no suponía el olvido para quien me enseñó canciones ahora recuperadas en mis trabajos u ocios sin conseguir memorizar las letras. En caso de duda, consulto a la compañera de toda la vida, que las recuerda y me sorprende.

Manuel Vicent recrea una memoria más remota, pero que comparte anécdotas comprensibles para mi generación. El novelista ha evocado la salida hacia el colegio para asistir a las clases vespertinas. Las radios estaban encendidas en todas las casas y con las mismas canciones en su sintonía. De hecho, Manuel al principio podía escuchar el planteamiento -«él vino en un barco de nombre extranjero»-, saber del nudo a la altura de la siguiente manzana -«y voy sangrando lentamente/ de mostrador en mostrador»- y llegar al colegio cuando el polivalente desenlace sonaba en cada casa: «Mira su nombre de extranjero/ escrito aquí, sobre mi piel./ Si te lo encuentras, marinero, dile que yo muero por él». ¿La había dejado embarazada o era una pasión desatada?

Yo no disfruté de esa maravilla de la canción itinerante porque en los sesenta la televisión empezó a sustituir a la radio. No obstante, cuando las emisiones cesaban a primera hora de la tarde, los seriales todavía estaban presentes en cualquier casa. Hace años escribí sobre las andanzas de Guillermo Sautier Casaseca, «el rey de la lágrima» (Un franquismo con franquistas, 2019). El personaje era de cuidado, de mucho cuidado, pero reconstruí su trayectoria con el cariño que merece el recuerdo compartido.

Ahora, cuando tanta gente recurre a la IA para menesteres propios del saber escribir o simula un CV plagado de títulos con algún término en inglés, comprendo que mi abuela hizo uso de su inteligencia natural para cursar un máster en ganchillo. Incluso, provista de un mundillo, se doctoró en bolillos con puntos como «el de la loca» o encajes propios de la frivolité.

Y, además, puso una banda sonora al arreglo de la casa sin necesidad de la tecnología. Lola mantuvo la memoria de lo escuchado cuando era joven, aunque -ya en sus últimos años- aceptó que algún meritorio presentado por «el Íñigo» de la televisión pudiera equipararse a Manolo Escobar, que cantaba a su «madrecita» para alegrar a tantas mujeres de aquella generación. Sin generalizar, fueron numerosas las que pasaron por la vida dando mucho a cambio de casi nada.

Esas abuelas más sonrientes que cascarrabias fueron jóvenes. Así me gusta imaginarlas con la ayuda  de mi trabajo como historiador porque merecen el agradecimiento por el tiempo dedicado a cuidarnos, el deseo de mantener viva su memoria y la voluntad de testimoniar los límites de unos silencios que, a menudo, resultaron obligatorios porque formaban parte de una derrota mucho más entrometida que la contumaz pulga.

martes, 5 de agosto de 2025

El verano de Cervantes


 

La cronología es importante en la historia de la literatura, pero en clase, aparte de aportar algunas fechas, sobre todo insisto en la edad de los autores cuando escribieron sus obras. Un dato que, como tantos otros, conviene relativizar para enmarcar su trascendencia en el contexto histórico donde aparecieron esos dramas, poemas o novelas.

Los dieciocho años de Adela, la protagonista de La casa de Bernarda Alba (1936), de García Lorca, ya no son los de mis alumnas. Los ejemplos relacionados con las distintas valoraciones de las edades son numerosos. El valor simbólico o connotativo de las mismas varía a lo largo de la historia y la circunstancia también afecta a los autores. No obstante, siempre habrá obras de juventud, madurez y vejez. Don Quijote forma parte de estas últimas.

Miguel de Cervantes debió arrastrar mucho pasado, con las consiguientes derrotas y desilusiones, para escribir su obra maestra desde la consciencia de un momento de balance. Esta obviedad aparece explicada en infinidad de estudios, pero la percibimos apenas nos adentramos en su lectura, especialmente cuando la misma se convierte en una relectura al cabo de los años.

La memoria no es precisa, pero recuerdo haber disfrutado con las andanzas del caballero andante poco después de una licenciatura tan caótica, por darse entre 1975 y 1980, que ni siquiera incluyó la lectura de la inmortal obra. Ya doctorando solventé esta carencia de manera autogestionaria como tantas otras. Gracias también a una edición regalada por mi padre, que pensó en Don Quijote como la obra imprescindible para un hijo empeñado en ser profesor de literatura.

Nunca he impartido un curso sobre la narrativa cervantina, pero las referencias a su novela aparecían en muchos de los estudios consultados para preparar las clases. La consecuencia fue una segunda lectura cuando obtuve la cátedra con la madurez de los cuarenta. Entonces la comprendí mejor y empecé a disfrutar de mi propia lectura, la ajustada a mis inquietudes como lector.

Hace un par de años participé en las andanzas quijotescas con la conciencia de una edad similar a la del autor cuando las escribió. El resultado fue luminoso. Por eso comprendo y comparto el apego de Antonio Muñoz Molina a una novela que le he acompañado desde joven. Un amor traducido en dedicación quintaesenciada por el paso del tiempo, justo el necesario para alcanzar la sabiduría que destila cada página de El verano de Cervantes (2025).

Antonio Muñoz Molina es de mi quinta, como la mayoría de los autores que sigo desde hace décadas porque son «los amigos de las estanterías». Y, de la misma forma que disfruté con su Ardor guerrero (1995), gracias a compartir una mili a principios de los ochenta, ahora después de otras muchas lecturas de sus obras he disfrutado con el relato de sus experiencias como lector en torno a una novela de la que nunca dejaremos de hablar.




La conversación con el autor ha sido fructífera y, al dejar el libro en la estantería, también he colocado El último vuelo (2025), de Fernando Castillo, un amigo al que sigo desde hace años. El prólogo de este último viene firmado por Antonio Muñoz Molina como gesto de admiración y amistad. Lo leí y mentalmente subrayé la idea de la gratuita curiosidad que preside la creación de los ensayos dedicados por Fernando Castillo a una época histórica, la situada entre los años treinta y cincuenta, donde siempre acierta a iluminar lo secundario, que acaba siendo lo más clarificador.

Tal vez sea vanidad situarme junto a dos amigos de las estanterías, pero Antonio, Fernando y yo andamos por la misma edad. Me correspondería el papel del hermano pequeño. Al cabo de las décadas, la experiencia se iguala y puede ser compartida. También las lecturas enriquecidas por años donde la ficción y la realidad han protagonizado un diálogo del que toca aprender para hacer el correspondiente arqueo.

El balance suele prologar el final, pero es un momento de libertad para escribir o leer al margen de cualquier imperativo, sin atenerse a intereses circunstanciales dejados atrás porque hemos vivido lo nuestro. Esa libertad alumbró una obra genial. La equiparación con su autor sería absurda. No obstante, queda la idea de aprovechar al máximo un período con las ambiciones remansadas. El objetivo pasa por escribir desde la memoria y la experiencia gracias a una brújula que señala un norte donde prevalece el placer de la conversación con los amigos a quienes deseamos contar viejas historias, las conocidas a fondo. Las hechas nuestras por el paso del tiempo.

domingo, 3 de agosto de 2025

La acera era nuestro parque temático


 

La foto donde aparezco junto con mi abuela Dolores y Federico no forma parte del archivo visual de la posguerra. Ni siquiera de los años cincuenta. Uno ya tiene sus años, pero cumplí los cuatro en 1962, cuando alguien desde la calzada de mi calle, por donde apenas circulaban los vehículos, inmortalizó un momento de la cotidianidad que relaté en Contemos cómo pasó (2016).

Aquel libro lo construí a base de conversaciones familiares para combatir la amenaza de una grave enfermedad. El recuerdo de la infancia, compartido entre sonrisas cómplices, une y fortalece. La sanidad pública hizo el resto. Diez años después todavía aprovechamos la tranquilidad del verano para evocar esos episodios de un período en blanco y negro, como los propios recuerdos, pues nunca hemos conseguido imaginar nuestra infancia en colores.

Los veranos de los primeros años sesenta eran sinónimo de vacaciones, pero solo escolares. Mi padre estaba pluriempleado también durante la época estival y mi madre seguía tricotando para medio barrio. Lo de salir fuera vino después y solo gracias al Banco de Vizcaya, que tenía una residencia para los empleados donde podíamos ir los familiares a precios módicos. Esa política empresarial, tan propia de la época, ha pasado a mejor vida.

Mientras llegaba la aventura de viajar cincuenta kilómetros en un Tiburón -de «un cliente muy simpático del banco»- para veranear cerca de Benidorm, las tardes veraniegas las pasaba en la acera de la calle. Vista la foto, hasta tenía un triciclo, lo cual casi suponía un privilegio a compartir con los demás compañeros de juegos. Ellos también me prestaban sus canicas o alguna pistola para reemplazar el cañón del dedo índice y protagonizar aventuras bajo la mirada de la abuela sentada en una sillita. Allí hacía ganchillo, que era lo suyo mientras lucía «un alivio de luto» por ser verano. De hecho, teníamos tapetes de ganchillo en todos los rincones de la casa. Mi familia no fue peculiar en este sentido. Ni en ningún otro.

La acera no era un parque temático, pero la imaginación suplía esta circunstancia. Todavía recuerdo que corríamos una distancia convenida con mi abuela como cronómetro en voz alta. Las posibilidades de batir el récord aumentaban gracias a quien espaciaba el recuento de los segundos. El truco luego lo apliqué a otros juegos en solitario que recreaban las más variadas competiciones deportivas. Nunca he vuelto a ganar tantas medallas.

La panoplia de juegos no era una caja de sorpresas. Sin embargo, teníamos algunas visitas para alegrar la tarde. Los burros eran unos asiduos. Uno, conducido por un lugareño con boina, llevaba en sus alforjas sangre cocida, sangueta, para la merienda de niños y mayores. Las condiciones higiénicas del manjar debieron someter a prueba nuestra inmunidad. Los supervivientes, superada la selección de la especie, hemos llegado a la vejez sin melindres gastronómicos.

Aquel burro era un habitué, pero el de las grandes ocasiones venía tirando de un carrito con dos bancos en los laterales. La escena, idealizada, está presente en Un rayo de luz (1960), protagonizada por Marisol. Nosotros no disponíamos de la modernidad de un poni frente a la tradición del burro. Tampoco cantábamos una alegre canción, nadie nos bendecía a nuestro paso y el tecnicolor habría sido improcedente para reflejar la imagen de unos niños montados en el carrito previo pago de unas «moneditas». El objetivo de la aventura era dar la vuelta a la manzana, pronto convertida en una odisea digna del recuerdo.




Así pasábamos las tardes de meriendas, carreras y paseos tirados por un burro, pero recuerdo que, como en las mejores películas, hubo una especial. El padre de Federico era «el señor Pepe», el del camión que traía cerveza desde Madrid. Todos lo sabíamos porque casi vivíamos en comunidad. Una tarde, previo aviso a la vecindad, la expectación era enorme porque el vetusto camión a veces aparcado en la calle había dado paso a otro flamante que iba a ser exhibido como la llegada de la modernidad.

Apenas conservo imágenes de aquella tarde. Ni de otras muchas, pero recuerdo que cuando llegó el señor Pepe con el Pegaso paró en la puerta de la foto, colindante con la de su casa. El hombre bajó con el motor en marcha e invitó a la chiquillería para que se montara en aquel armatoste que parecía galáctico en comparación con el carrito del burrito. Todos subimos, con nuestros pantalones cortos y la merienda -«cuidado no se te caiga la mortadela»- y dimos la vuelta más triunfal a la manzana.

La modernidad había llegado y el señor Pepe la compartió. Quince años después, ya jubilado, le encontré en un mitin celebrado en un bajo de aquel mismo barrio. Yo era un irreconocible barbudo universitario, pero me acerqué, di un beso a la señora María, pregunté por Federico, que era el nuevo camionero si no recuerdo mal, y recordé con ellos aquella vuelta triunfal a la manzana, de la cual mi abuela no contó los segundos tardados porque, esta vez sí, había una verdad indiscutible: aquel Pegaso era insuperable.


viernes, 1 de agosto de 2025

¿Dónde falleció Antonio de Hoyos y Vinent?


 Carnet de periodista de Antonio de Hoyos y Vinent depositado en el sumario 1442 del Archivo General e Histórico de Defensa

La bibliografía sobre Antonio de Hoyos y Vinent (1884-1940) es notable, pero no me consta que los autores de la misma hayan consultado el sumario 1442 del Archivo General e Histórico de Defensa. Esta carencia ha permitido la transmisión sin pruebas de algunas circunstancias biográficas relacionadas con la última etapa del escritor, que espero queden corregidas cuando aparezca el tercer volumen de la trilogía dedicada a los consejos de guerra, donde el aristócrata afiliado al Partido Sindicalista contará con un extenso capítulo.

A partir de las memorias carcelarias de Diego San José, corroboradas en este punto por las del también preso Rafael Sánchez Guerra, se tiene como cierto que Antonio de Hoyos y Vinent falleció en la cárcel de Porlier completamente abandonado por su familia y allegados. La documentación del sumario, sin embargo, incluye varios avales para intentar salvarle de lo que parecía inevitable a tenor de su deplorable estado de salud y un certificado hasta ahora desconocido:

Según el certificado del 15 de enero de 1944, emitido a instancias del juez militar que lo creía fallecido en la cárcel y firmado por el juez municipal Enrique Gómez de la Granja, Antonio de Hoyos y Vinent falleció el 12 de junio de 1940 en un domicilio de la calle Hermanos Miralles, n.º 54 -ahora General Díaz Porlier-, del madrileño barrio de Salamanca.

El documento contradice lo supuesto por el propio juez militar y lo afirmado por Diego San José, así como otros autores que han concedido credibilidad al testimonio del compañero de la cárcel de Porlier. La memoria puede jugar estas pasadas y es posible que el amigo no recordara con exactitud lo sucedido en aquellas trágicas fechas. Sin embargo, también cabe la posibilidad de que el certificado incluyera datos falsos -el tiempo transcurrido hasta su firma es notable- por la presión de quienes cuatro años después no deseaban ser los responsables de la muerte en la cárcel de un aristócrata con una familia de vencedores.

De hecho, las consultas efectuadas durante estos años me han permitido constatar la existencia de documentos con datos falsos, a veces por errores de los redactores y en otras ocasiones por la voluntad de «reconstruir» documentalmente lo sucedido sin prestar atención a la necesaria coherencia. Los ejemplos están presentes hasta en el cuidado sumario de Miguel Hernández.

Las dos posibilidades acerca del lugar del fallecimiento por causas naturales son verosímiles. Incluso es posible que José M.ª de Hoyos y Vinent protagonizara la dramática escena descrita por Diego San José y, en el último momento, gestionara el traslado del hermano a un domicilio de la acomodada familia. En estos casos el historiador debe ponderar las diferentes versiones acerca de una misma circunstancia -la localización del fallecimiento-, que probablemente nunca aclararemos con absoluta certeza.

La duda es consustancial con el conocimiento, como subrayara Victoria Camps en un prontuario de recomendable lectura (Elogio de la duda, 2016) que tengo presente a la hora de escribir sobre temas históricos. La aparente firmeza de «la verdad» en las materias objeto de estudio supone a veces una impostura.

En cualquier caso, siempre es preferible dudar a partir de una documentación que contrasta con un testimonio que creer a pie juntillas el mismo por la falta de consulta de esa documentación. El acercamiento a la verdad requiere la suma de voces y fuentes que a menudo resultan discordantes, aunque en este caso coincidan en el drama de un fallecimiento tras pasar por la cárcel de Porlier, donde era difícil exagerar o destacar a la hora de protagonizar motivos para el recuerdo.


martes, 29 de julio de 2025

Hemos llegado a las 200.000 visualizaciones

 


En septiembre de 2010 acababa de publicar El tiempo de la desmesura, una monografía sobre las películas cuyo rodaje se vio interrumpido por el inicio de la Guerra Civil. La búsqueda de información me permitió recopilar bastantes fotos curiosas de los intérpretes de la época y lamentaba no poder incluirlas en la edición. Al comentarlo en casa, mi hijo, que por entonces tenía trece años, me dijo que si abría un blog podría difundirlas sin ningún problema. La idea me pareció interesante y, sobre todo, era una oportunidad para que Antonio pudiera sentirse orgulloso de ayudarme en el trabajo gracias a sus pinitos en la informática.

Así nació este blog, el 11 de septiembre de 2010, como el resultado del empeño de un hijo y un padre confabulados para acometer una tarea que diera mayor difusión a lo investigado. El título respondía al momento, pues el citado libro estaba protagonizado por vedettes que triunfaron durante la II República y el blog no aspiraba a ir más allá.



El "perfil" original de la cuenta del blog en 2010

Tras publicar algunas entradas con esas fotos de las vedettes, la idea del blog siguió siendo una oportunidad de pedir ayuda a Antonio, que redactaba al dictado las pocas entradas publicadas cada año y las componía con algunas imágenes. Así permaneció durante una década, hasta que mi hijo terminó el grado de Ingeniería Multimedia y se doctoró en 2024. Actualmente, es profesor de la UA y me utiliza como cobaya para sus trabajos relacionados con una IA al servicio de la docencia:



Junto con Antonio el día de la firma de su contrato como profesor de la UA

El blog llegó a las 100.000 visualizaciones el 1 de agosto de 2022 y, desde el año siguiente, la elaboración de las entradas corre a mi cargo, aunque para hacerlas debo utilizar un perfil donde aparece una caricatura de mi hijo como jugador de baloncesto con chupete. Solo a partir de entonces fui consciente de las verdaderas posibilidades del blog para difundir mis tareas universitarias y lo convertí en un instrumento de trabajo. El resultado fue un mayor número de entradas y un incremento notable del tráfico. De hecho, tardé doce años en completar esa cifra y la he doblado en tan solo tres, como se puede comprobar en la captura del apartado de estadísticas tomada ayer:


El incremento del tráfico fue evidente desde 2022, pero el verdadero punto de inflexión llegó en marzo de este año. Desde ese mes el total nunca ha bajado de 5000 visitas mensuales y en dos ocasiones superó las diez mil. Las 913 entradas publicadas tienen una media de 219 visitas, pero la cifra sería muy superior si solo consideráramos las publicadas durante los últimos seis meses.

El veterano blog ha alcanzado los objetivos previstos y cuando complete las mil entradas dará paso a otro con apariencia y tecnología más propias del momento. Su título será Memoria y ficción porque, a partir de su aparición, trataré de explicar los vínculos de la memoria con la ficción en unas entradas donde el humor volverá a estar presente. 

La tarea relacionada con los consejos de guerra quedará completada con el tercer tomo de la trilogía, cuyo original lo entregaré a la editorial en septiembre, y una web donde incluiré nuevos sumarios analizados además de recopilar los ya estudiados. Hoy mismo he solicitado al Archivo General e Histórico de Defensa la copia de diecisiete nuevos sumarios relacionados con periodistas y escritores. En definitiva, la completaré al cabo de doce años de investigación, pero también quiero volver a poder sonreír mientras escribo y esa sonrisa estará presente en el nuevo blog como invitación a compartir una ficción que estimula la memoria.


lunes, 28 de julio de 2025

«Matar a un hombre es algo muy duro...»




 

Un libro no se planea, se engendra. El proceso empieza mucho antes de que el autor lo sepa, en ese espacio de «oscuridad y silencio» del que habla Marcel Proust cuando nos enseña a desentrañar la relación entre la memoria y la creación literaria.

Al cabo de cuarenta y dos cursos como profesor, soy consciente de que los comentarios acerca de una obra se olvidan con facilidad. Sin embargo, hay ideas que perduran por su clarificadora validez universal. La arriba indicada forma parte de ese conjunto y la reitero con la voluntad de que el alumnado distinga entre los libros planeados y los engendrados. Solo estos últimos, a veces, llegan a ser unos clásicos.

Antonio Muñoz Molina es un autor con abundante presencia en mi biblioteca. Ahora mismo, veraneo en compañía de su más reciente libro, El verano de Cervantes (2025), para convertir cada noche, gracias a los momentos dedicados a la lectura, en una oportunidad de recordar, descubrir y dialogar con quien ha escrito un ensayo imprescindible si visitamos con asiduidad la prosa cervantina.




Su lectura me ha recordado la diferencia entre lo planeado y lo engendrado en literatura, pero el diálogo tácito con el autor me ha llevado a plantearme hasta qué punto mis libros, especialmente los últimos, cuando he podido elegir el tema, han sido engendrados en ese espacio de la oscuridad y el silencio señalado por Marcel Proust.

La trilogía dedicada a los consejos de guerra fue engendrada antes de que empezara a escribirla. La conclusión podría argumentarla de muchas maneras, desde las derivadas de un interés recurrente por este período hasta las relacionadas con el rechazo ante cualquier manifestación represiva o censora. A lo largo de los libros, incluso en este blog, lo he explicado. Entre otros motivos, porque el historiador debe establecer las coordenadas desde las que observa la parcela seleccionada.

Apenas merece la pena repetir lo escrito. Sin embargo, al releer la distinción recordada por Antonio Muñoz Molina me pregunto por la razón fundamental de esa lenta y remota maduración que ha permitido engendrar la trilogía. La respuesta nunca podrá prescindir del rechazo de la violencia ejercida contra los derechos humanos, pero -para concretarlo- cabe subrayar el radical rechazo a la pena de muerte.

A partir del momento en que constaté la ejecución de periodistas y escritores por el «delito» de haber sido tales, de ejercer la libertad de expresión durante una guerra, hubo una razón ética para engendrar un trabajo que se concretaría muchos años después.

Nunca he leído tratados contra la pena de muerte. Ni siquiera he ahondado en el pacifismo como tema de lectura. Las razones para mantener ambas posturas me parecen demasiado obvias y, en mi caso, no precisan de argumentos sofisticados.

Al contrario, me basta una frase que cito en clase cuando hablo del tratamiento de la violencia en el cine. La pronunció William Munny el protagonista de Unforgiven (1992), de Clint Eastwood: «Matar a un hombre es algo muy duro, le quitas todo lo que tiene… y todo lo que podría tener». El asesino, por experiencia, sabía de lo que hablaba con el nervioso y arrepentido Schofield Kid.




La frase la escuchamos gracias a la poderosa voz de Constantino Romero, pero forma parte del repertorio del complejo personaje interpretado por Clint Eastwood, que intenta culminar la redención y mata sin pestañear porque la absurda espiral de violencia no le deja en paz. Al menos, como toda la película, la frase invita a la reflexión por su sencilla y rotunda crudeza. La agradecemos porque no precisamos más explicaciones y las réplicas de Clint nunca dan para un párrafo.

El problema es que la historia no es una película y el guionista de la Victoria tampoco triunfó con Raza (1942). A lo largo de la trilogía he encontrado asesinatos con apariencia legal. Llegaron tras procesos judiciales donde la represión del enemigo desembocó en un paredón. Nadie entre los victimarios dejó para la posteridad una frase como la de William Munny. Al contrario, parcelaron sus actuaciones para difuminar la carga de la responsabilidad (Raul Hilberg) y los ejecutores, puestos a poner el punto final, lo resolvieron a menudo con un alcohol que les embrutecía sin los atisbos de reflexión que el whisky permite al asesino de la película.

La historia no es una película, pero las obras maestras del cine ayudan a mantener una perspectiva ética para entender una realidad compleja cuyo conocimiento, poco a poco, engendra, que no planea, un trabajo como el dedicado a los consejos de guerra de periodistas y escritores.

jueves, 24 de julio de 2025

Una pintada enigmática


 El Fary como el faro que ilumina una lucha

La caminata diaria, por consejo médico y costumbre de toda la vida, es una oportunidad para la observación y la consiguiente reflexión, aunque sean las propias de un flâneur. El requisito es prescindir de cualquier artilugio tecnológico al servicio de la distracción y confiar en el atractivo de unas calles que siempre sorprenden si media la curiosidad y la atención del caminante.

Desde hace unas semanas paseo al atardecer por una acera donde alguien, sin firma o siglas, ha escrito una enigmática frase: «Despierta Europa». La pintada no debió ser un acto aislado, puesto que también la he encontrado en otras calles del barrio. Cabe, pues, hablar de una posible campaña de concienciación cuyas motivaciones desconozco.

A pesar de la ausencia de signos de exclamación, al principio pensé en un exhorto a Europa lanzado por un vecino. Tal vez, ante una constatada somnolencia del continente, alguien cercano se ha visto en la obligación de despertarlo para vete a saber qué propósito. Vistas algunas manifestaciones recientes, supongo un temor a que Europa sea musulmana y, de ahí, la necesidad de un despertar a modo de Cruzada. Al ver la pintada, especulo sobre si Europa se habrá sentido aludida. Lo dudo, pero carezco de datos para establecer la recepción de una iniciativa cuyo origen es un misterio.

La hipótesis acerca del sentido de la pintada ha dado un giro copernicano esta semana. La ausencia de los signos de exclamación, la literalidad sin añadidos, puede conducirnos a una frase descriptiva o enunciativa. El vecino, atento desde su atalaya, habrá observado un despertar de Europa y lo comunica a la vecindad.

Esta interpretación habría requerido un distinto orden sintáctico: «Europa despierta», pero tampoco hay que ser quisquilloso cuando lo acuciante de la noticia, el despertar del continente, obliga a lanzarse a la calle para dar la buena nueva; o la mala, porque también hay musulmanes entre la vecindad.

Ahora bien, ¿de qué Europa se trata? Cuesta imaginar a todo un continente somnoliento o dispuesto a dar un manotazo al despertador. Yo apenas conozco una minúscula parcela y la veo muy diversa. Supongo que la experiencia es común. Por lo tanto, ¿cómo darle un solo rostro, despierto o somnoliento, a esa señora que nadie termina de conocer?

Mi vecino puede haberla identificado en medio de una alucinación quijotesca, aunque la misma haya sustituido los libros de caballerías por las redes sociales, donde la fantasía del desbarre campa con la normalidad de lo cotidiano. Vete a saber…

La interpretación de la frase estaría más acotada si mediara una coma capaz de justificar la ausencia de los signos de exclamación. En tal caso, el vecino habría mostrado una calma, incluso una educación, infrecuente cuando alguien se ve impelido a realizar una pintada con nocturnidad y algo de alevosía. La urgencia de la misión justifica los posibles errores sintácticos. Incluso los ortográficos.

La exégesis de la pintada me distrae como cualquier detalle observado en mi diario deambular. La especulación es gratuita y, claro está, las hipótesis son tan inocuas como la propia pintada, que merece una sonrisa por el esfuerzo carente de sentido práctico.

El problema de la interpretación surge con otras frases enigmáticas, por una pésima redacción, como las presentes en los sumarísimos de urgencia. Sus autores no son émulos del oscuro Góngora, sino unos oficiales con escasas destrezas lingüísticas que escriben con la impunidad de quienes nunca dan cuenta de sus actuaciones. Ni siquiera repasan el texto antes de entregarlo porque, gracias a la omnipotencia de la jurisdicción militar, ellos son los únicos intérpretes posibles y nadie puede discutirles. Los demás, aunque seamos filólogos, debemos limitarnos a constatar el asombro y disimular las faltas de ortografía para no ensuciar nuestros trabajos. Otras suciedades no se limpian ni con el mejor detergente.


martes, 22 de julio de 2025

El condenado a muerte que leía a Gabriel Miró


 José Leiva Expósito. Fuente: Archivo de la Democracia. UA.

El anarquista José Leiva Expósito (1918-1978) fue condenado a muerte en un consejo de guerra celebrado en Madrid cuando acababa de cumplir veintiún años. La dramática circunstancia la relata en un libro que convendría reeditar por el valor del testimonio y la calidad literaria del texto: Memorias de un condenado a muerte (Barcelona, Dopesa, 1978). Lo terminó de escribir «en un lugar de España, a 20 de octubre de 1947», cuando el autor permanecía en la clandestinidad desde agosto de ese mismo año.

José Leiva Expósito salió de Madrid cuando las tropas del general Franco ya estaban entrando en la capital. Tras un viaje repleto de incidencias y peligros, llegó al puerto de Alicante con la esperanza de poder embarcar rumbo al exilio. Las circunstancias de aquellos miles de republicanos ya las conocemos, el joven madrileño las compartió con toda su crudeza, verdaderamente estremecedora, y acabó con sus huesos en el campo de Los Almendros. Desde allí pasó a la prisión habilitada en el alicantino castillo de Santa Bárbara y, tras una escala en el campo de concentración de Albatera, terminó haciendo una ronda por diversas cárceles de Madrid y Pamplona. En total, cuatro años y medio hasta la puesta en libertad, que aprovechó para salir clandestinamente del país a fines de septiembre de 1945.

A pesar de su juventud, José Leiva Expósito colaboró en la prensa anarcosindicalista de Madrid durante la guerra y realizó actividades propagandísticas en la radio y los frentes de Ciudad Real y Cuenca. Por lo tanto, el destacado miembro de las juventudes libertarias forma parte del colectivo de periodistas y escritores procesados en los consejos de guerra del período 1939-1945. Su caso ya saldrá en una futura web dedicada al tema y, mientras tanto, he solicitado copia del correspondiente sumario al Archivo General e Histórico de Defensa.


José Leiva Expósito. Fuente: Wikipedia

Memorias de un condenado a muerte destaca entre las obras de su género por la honestidad de un testimonio donde lo político queda en un segundo plano ante el dramatismo del momento y la calidad de la prosa. El propio autor nos da pistas acerca del origen de la misma cuando explica que, siendo un «adolescente triste», ya era lector de Heine, Dostoievski y Bécquer, aparte de haber redactado las primeras poesías con la voluntad de convertirse en un periodista y escritor.

La guerra frustró sus esperanzas libertarias y literarias. La derrota las convirtió en quiméricas, pero hasta en aquellas dantescas cárceles José Leiva Expósito buscó la oportunidad de leer como una manera de aferrarse a lo perdido. Así lo cuenta, con una delicadeza notable, en unas memorias estremecedoras que relatan el drama de una represión por entonces brutal.

Un ejemplo, que entresaco por afectar a dos autores estudiados en la trilogía, es el maltrato sufrido por Manuel Navarro Ballesteros y Eduardo de Guzmán recién llegados a Madrid procedentes del campo de concentración de Albatera. Los policías que les interrogaron a base de golpes sabían de sus colaboraciones periodísticas y orientación política. Provistos de las fotografías publicadas en las cabeceras donde ambos presos trabajaron, les obligaron a tragar unas donde aparecían La Pasionaria y Buenaventura Durruti, que eran sus referentes. La escena fue motivo de carcajadas por parte de los miembros de la policía militar.

El relato de otros muchos momentos de torturas y maltratos es constante a lo largo del libro. Sin embargo, mientras espero la documentación solicitada y busco a los herederos en Venezuela para autorizar una posible reedición, prefiero quedarme con la imagen de un joven que llegó a la prisión de Pamplona con la compañía de dos libros: Contra esto y aquello, de Miguel de Unamuno, y El libro de Sigüenza, de Gabriel Miró.

Los carceleros le incautaron ambos ejemplares porque en aquella fría cárcel la lectura de los mismos, o de otros cualesquiera, estaba terminantemente prohibida por las autoridades. José Leiva Expósito los perdió, pero mantuvo siempre la pretensión de convertirse en un escritor capaz de emular a los mejores y, en ese camino, la compañía de autores como los citados siempre supone una eficaz ayuda. Su voluntad, la propia de quien lee la cuidada prosa de Gabriel Miró en medio de las miserias de aquellas cárceles, bien merece una reedición.