martes, 7 de enero de 2025

Fernando Savater y «la tía gorda esa»


 

Envejecer tiene poca gracia y hacerlo con dignidad es complicadísimo. Desde que rebasé la frontera de los sesenta, procuro hacer caso omiso de quienes me ven bien, porque sospechan que podría estar mal, o parecen autores de libros de auto ayuda, siempre dispuestos al consejo tan bienintencionado como carente de realidad. Consciente y con espejo en la casa, prefiero observar a mi alrededor para buscar referentes de envejecimiento digno y evitar los patéticos.

La observación pausada de lo concreto favorece una reflexión ajena a los prejuicios y los estereotipos. Hay que buscar detalles reivindicables sin necesidad de entusiasmarse con la totalidad de cada sujeto observado. Así voy componiendo el puzle de mi retirada a la espera de que el resultado, al menos, no moleste a quienes me rodean. Y si en algún momento hasta brilla, pues mucho mejor.

La edad provecta debiera ser sinónimo de discreción. Me entristece observar a los jubilados incapaces de renunciar al protagonismo y me alegra saberme amigo de otros que han optado por una salida sin estridencias. El objetivo hay que prepararlo con tiempo y, desde hace algunos años, procuro quedarme en un segundo plano profesional para acompañar, aconsejar sin paternalismo y servir a quienes me darán un relevo tan lógico como necesario.

Ese empeño no es noticiable. Tampoco lo es que un perro ladre, pero sí lo sería que un anciano orinara en cada árbol para marcar territorio. Lo previsible está condenado al anonimato y hemos normalizado interesarnos cada día, gracias a los medios de comunicación y las redes sociales, por lo absurdo, indecoroso y hasta patético, que a veces viene protagonizado por personas que ya debieran pensar en batallas más propias de una edad donde el enemigo de verdad es el progresivo abandono de la vitalidad.

Yo todavía estoy dispuesto a combatir esta asechanza, pero en silencio y con la sonrisa de verme rodeado de gente joven, que es el mejor medicamento. No obstante, me interesa saber de quienes forman parte de «mi quinta» y observar sus comportamientos para el correspondiente espanto o la satisfacción de no saberse solo en el empeño de la dignidad.

Algún día hablaré de los segundos, pero ahora debo hacerlo de los primeros porque esta semana presentaré un libro de mi compañero Justo Serna sobre la trayectoria de Fernando Savater, que desde hace años ejemplifica lo que rechazo y constituye, en mi opinión, un modelo nada aislado de envejecimiento patético por su proyección pública.

Nunca utilizo el término «facha» porque me parece un comodín para simplificar la realidad de muchas personas que se manifiestan con un pronunciado radicalismo en un sentido reaccionario. Son una legión y, si nos remitimos a las redes sociales, una plaga. La higiene recomienda mantenerse al margen dentro de lo posible e intentar comprender un comportamiento que por radical y polarizado nunca debiera ser justificado.



Fernando Savater. Fuente: Wikipedia

El problema es cuando una de esas personas procede de un ámbito donde le podíamos ver cerca de nosotros. La decepción, como la descrita en el libro de Justo Serna, es tan notable como profunda. Observar a un filósofo con amplia proyección mediática convertido en un tipo que aprovecha su columna periodística para proclamar la necesidad del radicalismo polarizador y despreciar a «la tía gorda esa», en referencia a quien presentó las campanadas en RTVE, es tan duro que conviene recurrir al humor para soportarlo.

Visto el ejemplo de gordofobia, me parece oportuno recordar que mi problema con Fernando Savater es la dificultad de distinguirlo de Brad Pitt. Ya sé que nunca debemos recurrir al aspecto físico para descalificar, pero a veces conviene envolver la respuesta con ese mínimo de ironía que ha perdido quien, desde hace años, se expresa como un viejo avinagrado y faltón. Y son muchos los de su promoción que le acompañan en la actualidad mediática porque, entre otras razones, temen perder el protagonismo del que han disfrutado durante décadas.

Justo ya se ha jubilado, en silencio, y conserva el humor y la curiosidad de quienes afrontan esta etapa sin molestar, aportando motivos de reflexión y lejos de cualquier ajuste de cuentas. Ni siquiera lo tiene con un Fernando Savater a quien siguió con fidelidad y ahora gracias a su libro ha dejado en el rincón de quienes debieran sentarse para pensar, aunque no lo harán porque siempre han querido ser los folloneros de la clase.

Mal asunto cuando, como Fernando Savater, los ochenta andan cerca. De estos abuelos patéticos hablaremos en la presentación del libro sin cebarnos y con afán de comprensión no exento de humor. Al fin y al cabo, cualquiera de nosotros corre el riesgo de que no le terminen distinguiendo de Brad Pitt.

 

 

domingo, 5 de enero de 2025

¡¡¡El rey era el señor Llorca!!!


El terror de la ficción da bastante juego durante el período navideño. Tal vez sea por el contraste con el almibarado espíritu del momento, pero el caso es que Papá Noel y compañía andan a menudo mezclados en asuntos turbios. Los Reyes Magos, tan locales, suelen quedar algo relegados, aunque no cabe descartar un relato de pánico a la vista de las aglomeraciones en algunas cabalgatas.

La circunstancia de ser el menor de los hermanos resta ingenuidad en creencias como las de los Reyes Magos y los nazarenos, que me parecían seres inquietantes durante aquellas semanas santas donde el luto todavía marcaba un tiempo de recogimiento, tambores y capirotes en compañía de Fray Escoba, cuya vida ejemplar casi aprendí de memoria.

Nunca he tenido inquietudes religiosas. Ni siquiera cuando preparaba la obligatoria primera comunión de mediados de los sesenta. No obstante, las procesiones las veía al pasar por mi calle, asomado a un balcón. Excepto un año que, sin aviso previo, mi hermano me instó a presenciar otra que se celebraba unas calles más abajo.

De repente, mi familia, poco dada a estas ceremonias, estaba al completo en primera fila poniéndome en lugar preeminente por ser el pequeño. Aquello me sorprendió hasta que un nazareno, sin mediar motivo y con el consiguiente susto, agachó su capirote, echó mano de una escondida bolsa y me dio un montón de caramelos diciéndome con voz entre grave y guasona: «Juan Antonio, soy yo…».

La posibilidad de que un nazareno supiera mi nombre era imprevisible. Apenas repuesto de la impresión, los siguientes capirotes andantes hicieron lo mismo hasta tener las manos llenas de caramelos. El misterio permaneció, pero al volver a casa y ver a mi hermano junto con sus amigos lo comprendí. Aquellos que nunca iban a misa, por vete a saber qué historia, un año salieron en una cofradía generosa en materia de caramelos. Los repartí, los disfruté y, desde entonces, la presencia de un nazareno camino de la procesión con el capirote en la mano me provoca una sonrisa porque le imagino cargado de caramelos.

Los Reyes Magos corrieron una suerte similar poco antes. Yo era de Baltasar, por aquello de lo exótico de un negro en una ciudad donde solo había dos o tres procedentes de Guinea Ecuatorial. Mi padre respetaba la elección y cada año, cuando me llevaba al reparto de juguetes que tenía lugar en la oficina del banco donde trabajaba, procuraba que fuera Baltasar quien me diera lo pedido en la carta redactada con buena letra.

Aquello debió funcionar hasta 1963 o 1964 cuando había pedido, en consonancia con los tiempos, una pistola de cowboy o un equipo militar de operaciones especiales. Mi padre matizó la petición regalándome un casco de soldado de la ONU en misión de paz, aunque provisto del arma reglamentaria. El casco azul nunca fue entendido por los amiguitos, que no sabían de qué bando era. Pero lo fundamental es que, al dármelo, Baltasar me saludó por mi nombre con una voz familiar: ¡¡¡Era el señor Llorca!!!



A partir de ese momento, descreído en materia de nazarenos y reyes magos, debí comprender que el camino del descreimiento carece de límites. Lo confirmé cuando en las Navidades de 1964 acudí a la feria junto con mi padre. Ese año, por un misterio insondable, se puso de moda que los niños llevaran una gorrita de jockey. Mi madre compartió la ocurrencia de tantas amigas y, sin ser consultado, me vi encasquetado con la dichosa gorrita en el tren de la bruja.

Puestos a padecer algo de terror en «las felices fiestas», los escobazos de la bruja figuraban en lugar destacado para un niño de cinco o seis años que no armaba, según las madres, «ni polvo ni remolino». Disciplinado y calladito, me colocaba detrás de la máquina del tren a la espera de que la bruja se cebara con los más folloneros, siempre sentados en el último vagón.

Las vueltas de rigor estaban a punto de terminar cuando, de repente, mi gorrita salió volando. Mi padre, atemorizado ante la posibilidad de volver a casa sin la prenda del nene, como el abuelo que pierde a Chencho, llamó a la bruja y le pidió que me la diera. Aquello era el terror en vena, pero milagrosamente el feriante de los escobazos también me conocía: «Juan Antonio, toma tu gorra». El alivio fue notable y nunca jamás me asusté ante una careta de goma, llevara o no aparejada la escoba.

Los tres misterios de estos rituales festivos desaparecieron en un par de años, aunque no los puedo precisar con seguridad. Bastó con la pronunciación de mi nombre para que esos personajes misteriosos cobraran familiaridad. Desde entonces, puesto a tener miedo o respeto, nunca lo he sufrido ante una ficción que puede quitarse su careta, el capirote o la pintura. El problema es cuando el miedo, el de verdad, viene con su propio rostro. Si lo veo, ni siquiera confío en que escuchar mi nombre evite un susto morrocotudo.

 


jueves, 2 de enero de 2025

La vaca, Franco y la necesidad de la tolerancia


Este año recién estrenado celebramos el cincuentenario del fallecimiento del general Franco. La efemérides propiciará numerosas iniciativas desde diferentes ámbitos. Ya tendremos tiempo de realizar el correspondiente balance. Mientras tanto, participaré en algunos actos y publicaré nuevos trabajos sobre el franquismo, que siempre he considerado como una cuestión colectiva protagonizada por los franquistas más allá del incuestionable papel atribuido al dictador.

Puestos a expresar deseos para el año 2025, desearía que el conocimiento de la España de 1975, tan distinta de la actual, nos permitiera asomarnos con un sentido crítico a un pasado cercano donde la intolerancia y la violencia fueron omnipresentes. Los consejos de guerra que analizo en la actualidad las ejemplifican en un momento inicial de la dictadura que marcó su devenir sin asomo de arrepentimiento o autocrítica. Al contrario, los franquistas hicieron uso de las mismas siempre que de alguna manera sintieron amenazada su omnipotencia alcanzada por la fuerza de las armas.

Al volver la vista atrás y afrontar la cultura franquista, en varias ocasiones he señalado la mediocridad y la intolerancia como características necesariamente unidas. Los ensayos que he dedicado a este período incluyen numerosas muestras de un comportamiento donde resulta difícil deslindar ambas. El resultado, en cualquier caso, fue demoledor para la convivencia y caló hondo en una sociedad incapaz de aceptar al otro, con sus diferencias y peculiaridades, en un clima presidido por la libertad de expresión, que también ampara lo que en un momento determinado nos molesta o perturba.

A lo largo de estos cincuenta años hemos avanzado en lo referente a la tolerancia. Ahora mismo nos asombraríamos si retrocediéramos hasta 1975 y nos encontráramos con las mentalidades habituales en un franquismo sociológico acostumbrado a la unanimidad por imperativo del régimen. No obstante, la evolución no ha sido lo satisfactoria que cabría desear y, sobre todo, desde hace unos pocos años observamos síntomas de un retroceso auspiciado por grupos incapaces de tolerar la convivencia con «el otro», que en un momento determinado puede ofenderte por sus creencias o la falta de las mismas.

Yo, como agnóstico, podría ofenderme a menudo ante determinadas manifestaciones de las religiones monoteístas. Al igual que quienes prescinden de las mismas, prefiero confiar en el avance del racionalismo para erradicar las creencias atávicas capaces de atentar contra los derechos humanos. Esta confianza fortalece la tolerancia y hasta el espíritu de comprensión, que incluye a quienes se sitúan en mis antípodas. La comprensión no implica la justificación y resulta imprescindible para mantener un sentido crítico amparado en la ponderación.

Si a lo largo de 2025 nos asomamos a lo sucedido en 1975, deseo que salgamos más tolerantes al comprobar las consecuencias para la convivencia de un franquismo sociológico tan mediocre como intolerante. El mismo perdura entre amplias capas de la población y, por si tuviéramos alguna duda, justo con el comienzo del año ya se ha manifestado. La excusa ha sido la exhibición de la mascota de un programa televisivo por parte de una mujer a la que los ultras llevan semanas ofendiendo por su aspecto físico.

Si la dichosa estampita te molesta u ofende tu religiosidad, siempre puedes cambiar de canal y ver otras campanadas como las de «toda la vida». La decisión forma parte de la libertad que nos ampara gracias a la democracia. Con Franco vivo, y hasta después de su muerte, no cabía elección alguna, salvo la de apagar la televisión. 

Yo nunca utilizaría un símbolo religioso por la simple razón de que no creo en los mismos. Ni siquiera para ridiculizarlos o darles la vuelta de forma irónica. Es mi opción, pero acepto que Lalachus o quien sea piense de manera distinta. Se trata de una simple cuestión de tolerancia, la que no tienen unos grupos cada vez más radicalizados y violentos que, por supuesto, nunca han renegado de la dictadura franquista.




Puestos a comenzar el año con una polémica tan absurda como representativa del alud de intolerancia que padecemos, está claro que es necesario celebrar el cincuentenario de un fallecimiento capaz de abrir la ventana de la esperanza para quienes apostamos por la convivencia con los diferentes, incluidos quienes se sienten ofendidos por una estampita mientras profieren insultos contra el aspecto físico de quien la exhibe.