El interés por sacar del anonimato a quien había comprado la sepultura y, posteriormente, puesto la lápida que nos permiten honrar la memoria de los periodistas Julián Zugazagoitia Mendieta y Francisco Cruz Salido surge al estudiar el sumario 100.159 depositado en el Archivo General e Histórico de Defensa. En el mismo observé el valiente testimonio de Emilia Marroquín de Pedro y después consulté una noticia publicada en El País el 13 de febrero de 2014, donde el periodista Diego Barcala explica que un nieto del primero andaba en búsqueda de Sabina Marroquina, la persona que figura como propietaria de la sepultura tras haber abonado 760 pesetas el mismo día en que los periodistas socialistas fueron ejecutados en el madrileño cementerio del Este.
Las consultas en los archivos militares nos permiten observar múltiples errores en la transcripción de los apellidos y enseguida asocié Marroquín con Marroquina. Sin embargo, quedaba por saber de Sabina, que podía haber sido un nombre falso utilizado para evitar problemas tras comprar una sepultura destinada a honrar la memoria de dos fusilados. El enigma se solucionó, en colaboración con Tomás Montero, al consultar la hemeroteca digital de la BNE. En su catálogo figura el diario La Acción, en cuyo número del 16 de mayo de 1921, página, 4, aparece un listado de señoritas que participan en la Fiesta de La Flor. Allí estaban las hermanas Sabina y Emilia Marroquín de Pedro.
El testimonio de Emilia es excepcional por varias razones. Pocas mujeres testimoniaron a favor de los encausados en aquellos consejos de guerra, y menos siendo ex cautivas con carnet tras haber permanecido en las cárceles republicanas. Emilia lo hizo, por escrito y oralmente, con una sorprendente precisión en los datos, aunque no conmovió a los miembros del tribunal, que también hicieron caso omiso de testimonios tan elocuentes como el del novelista Wenceslao Fernández Flórez.
Una vez condenados sus salvadores, Emilia se desplazó a la cárcel de Porlier para ayudarles y, en compañía de su hermana, comprarían ambas la sepultura para terminar colocando una lápida que hasta ahora ha constituido un misterio.
Emilia no solo fue una mujer con coraje y dignidad en 1940. Aparte de haber participado en un grupo teatral de aficionados, en 1931 se presentó como taquimeca en unas pruebas organizadas por el Ayuntamiento de Madrid, no obtuvo la plaza por algún manejo, protestó en la prensa y, al final, le dieron la razón. Dos años después, participó en unas oposiciones del Ministerio de Obras Públicas y supongo que obtendría una plaza, pues en el consejo de guerra se presenta como funcionaria. En 1968, ya cerca de la jubilación, Emilia todavía tenía ánimos para reclamar sus trienios. Esta información de procedencia periodística permanece a la espera de su debida comprobación.
Apenas tenemos otros datos de Emilia -salvo los proporcionados por Cipriano Rivas Cherif- a la espera de poder consultar su expediente en el Archivo General de la Administración. En cualquier caso, una mujer taquimeca y funcionaria durante la II República que, tras una guerra, es capaz de declarar ante un tribunal presidido por un general para defender a quienes habían sido capturados por la Gestapo merece nuestro recuerdo y pequeño homenaje.
Quede aquí constancia de mi deseo de encontrar a sus descendientes para que mi colega José María Villarías Zugazagoitia y demás familiares de los periodistas fusilados puedan, si así lo consideran oportuno, darles las gracias por un gesto hermoso que prueba la bondad de algunas personas en las más adversas circunstancias.
Muy bonita historia. No siendo en absoluto de izquierdas siempre me conmovió la sinceridad de J. Zugazagoitia al leer su libro "Guerra y Viscitudes de los españoles", me acercaré hoy a visitar su tumba.
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