El 28 de marzo de 1939,
los pocos redactores de Heraldo de Madrid que permanecían en la capital
acudieron al local de la redacción. La pretensión de los periodistas no era
sacar el número de ese día, cuando las tropas del general Franco ya circulaban
victoriosas, sino intentar comer un plato de lentejas para distraer un hambre
de meses. Según las memorias carcelarias de Diego San José, allí estaban
Federico de la Morena, director circunstancial del diario, Enrique Ruiz de la
Serna, Juan Antonio Cabero, Eduardo de Castro, Antonio Uriel, el caricaturista
Joaquín Sama y el fotógrafo y corresponsal de guerra Díaz Casariego (2016: 28).
El desánimo de aquellos republicanos era total ante la constatada derrota, que
ni siquiera incluía la posibilidad de una negociación de última hora como la
intentada por los golpistas del coronel Casado. En medio del mutismo y la
incertidumbre ante un futuro problemático, el citado fotógrafo alzó la voz y se
dirigió a sus colegas de redacción:
-
¡Compañeros! Creo llegado el momento de
que nos quitemos la careta; yo, por lo menos. Y así digo que, en nombre de la
Falange, desde este momento tomo la dirección eventual del periódico.
La sorpresa de los allí
presentes fue relativa, pues «al final de la campaña, viendo de cerca el triste
final de la República, [el fotógrafo] andaba tanteando la manera de caer en
blando. En la redacción se le descubrió el juego y empezaba a mirársele con
cauteloso recelo» (2016:29). Las sospechas en torno al quintacolumnista de la
redacción quedaron confirmadas, aunque alguno temiera que demasiado tarde con
la posibilidad de ser denunciado en el futuro.
José M.ª Díez
Rodríguez-Casariego (1896-1967) no pudo actuar ese día como falangista sin
careta y hacer entrega del periódico a los camaradas que llegaron poco después
a la redacción. Al igual que a sus compañeros, los vencedores le mandaron a
casa a la espera de una detención bastante probable y el posterior paso por una
de las múltiples cárceles improvisadas en el Madrid de la posguerra. El calvario
de la derrota empezaba para quienes iban a ser acusados de adhesión o auxilio a
la rebelión. Sin embargo, el fotógrafo que había retratado a Abd-el-Krim cuando
el líder de las revueltas personificaba el pánico era hombre de recursos.
También un tipo camaleónico, imaginativo y precavido que, desde la posguerra,
decía llevar en el bolsillo de la chaqueta la orden de «indulto» de su condena
a muerte firmada por el Caudillo, antiguo conocido de los tiempos de campaña en
el norte de África. Nadie ha visto el documento, pero la anécdota tampoco se ha
cuestionado hasta el momento porque la imagen de un condenado dispuesto a
exhibir semejante firma resulta atractiva y verosímil, al menos si desconocemos
los mecanismos de la represión judicial del momento.
El sumario del
correspondiente consejo de guerra contra José M.ª Díez Casariego debió
celebrarse en Madrid, pero no figura en el catálogo del AGHD. A pesar de que el
nombre del fotógrafo aparece en la bibliografía con distintas variantes,
ninguna de las mismas permite la localización del sumarísimo de urgencia que
terminó en una supuesta condena a muerte. Por otra parte, el análisis de
aquellos que incluyen esa conmutación por una pena de treinta años, que no cabe
confundir con un indulto, permite constatar la ausencia de cualquier documento
firmado por el general Franco. Tanto si el condenado entraba en capilla para
ser ejecutado como si pasaba a cumplir una condena de treinta años, el sumario
nunca incluye la firma del Caudillo, que debió ser un hombre discreto para la
posterioridad. Y, por supuesto, al preso se le comunicaba la resolución acerca
de su vida o futuro carcelario. Así consta en los sumarios con las firmas de
los interesados, pero nunca se le hacía entrega del correspondiente documento o
de una copia. Tampoco a su defensor, que dejaba de serlo tras la celebración
del plenario del consejo de guerra. José M.ª Díez Casariego llevaría en el
bolsillo algún papel con cierta apariencia de indulto, pero su procedencia no
sería un juzgado militar. El fotógrafo sabría a qué tipo de personas podía
convencer de la verosimilitud del papel en cuestión, nadie le reclamaría una
comprobación y el falso documento sería utilizado a modo de aval durante un
período de ostracismo profesional. De hecho, el fotoperiodista que retrató a
Abd-el-Krim se ganaba la vida haciendo fotos de carnet y estudio en un
entresuelo de la calle del Carmen, n.º 14, donde había arrendado el local de
Fotografía Mendoza gracias a una socia capitalista nada dispuesta a encubrir
sus reuniones clandestinas.
Visto el sumario 123150
del AGHD, donde en 1943 fue procesado el fotógrafo junto a otros doce
encartados que venían de la derrota, la posibilidad de que el madrileño fuera
un condenado a muerte queda descartada. El «mérito» debió ser fruto de una imaginación
puesta al servicio de la supervivencia, que por entonces el fotoperiodista
creía en peligro ante la victoria de los aliados y la previsible vuelta de los
de «la alpargata», siempre dispuestos a vengarse de los traidores. En la
declaración realizada el 24 de septiembre del citado año, José M.ª Díez
Casariego afirma que el inicio del Glorioso Movimiento Nacional le sorprendió
en Madrid, «como asimismo la Liberación, siendo detenido por su actuación
durante la guerra, condenándosele a la pena de ocho años de reclusión, pasando
a cumplirla en Las Palmas, de donde fue puesto en libertad a finales de 1941».
La estancia en la prisión
de Las Palmas sería la consecuencia de una condena. Asimismo, parece verídica a
raíz de las declaraciones de otros detenidos que coincidieron con él antes de
montar negocios de poca monta en el Madrid de la posguerra. Es decir, el
supuesto condenado a muerte reconoce en las dependencias de la Dirección
General de Seguridad, en cuyos calabozos pasó una larga temporada con los
previsibles malos tratos, haberlo sido solo a ocho años. Sin embargo, el
correspondiente sumario no me consta todavía y, además, la citada condena es
una rareza en unos sumarísimos de urgencia que por entonces solían pasar de los
seis a los veinte años sin escalas intermedias. La premura en los
procedimientos y la acumulación de casos condujeron a unas condenas carentes de
matices intermedios. Por otra parte, el traslado a un penal tan duro y distante
como el de Las Palmas implica la existencia de un castigo u otra razón hasta
cierto punto excepcional, que José M.ª Díez Casariego no explica en las
dependencias policiales. No obstante, uno de sus compañeros de sumario, el
estraperlista Fernando Rodríguez Bazán, en la declaración del 8 de octubre de
1943 apunta una posible razón como más adelante comprobaremos. Su verificación
documental supone un imposible, como tantos giros de guion de una historia que
requiere hipótesis ajenas a lo rocambolesco, pues la realidad del momento no
precisa de este aditamento de la ficción.
Los perfiles biográficos
del conocido fotógrafo, que tantas imágenes dejó de un Madrid variopinto,
apuntan que su carácter le permitía alternar en los más contrapuestos
ambientes. Gracias a esa facilidad de adaptación, José M.ª Díaz Casariego tuvo
acceso a lo más selecto y lo popular de su ciudad para verlo a través de su
cámara. El resultado fue meritorio. Nadie le discute una virtud propia de un
fotoperiodista que hizo excelentes reportajes para la prensa nacional antes de
1936. No obstante, cabe pensar que ese carácter un tanto camaleónico también lo
pondría al servicio de la supervivencia en unos tiempos cambiantes donde, como
indicara Diego San José, muchos buscaban la manera de caer en blando para
sortear las consecuencias de la derrota. Incluso de la victoria de los aliados,
que en 1943 algunos veían inminente como paso previo de una vuelta de los
rojos, aquellos que por llevar alpargatas estaban dispuestos a que rodaran las
cabezas de los traidores.
Nota:
El correspondiente capítulo aparecerá en la segunda edición, o ampliación, de Las armas contra las letras. Los consejos de guerra de periodistas y escritores, 1939-1945 (Sevilla, Renacimiento-Publicaciones de la Universidad de Alicante, en prensa).
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