La memoria no es
recordar, sino dar sentido a lo recordado. Una pérdida familiar nos acerca a los álbumes de las viejas fotos, que deben permanecer
cerrados para evitar la melancolía por un tiempo clausurado. Al contemplar sus
páginas repletas de imágenes, los recuerdos se agolpan, pero no siempre hay una
historia que permita encuadrarlos en el relato de la memoria. Esas fotos evocan
momentos, normalmente de felicidad y encuentro con quienes han jalonado nuestra
biografía. Solo en contadas ocasiones partimos de los mismos para trazar una
historia entrelazada con otras ajenas. Si así sucede, habremos convertido el
recuerdo fugaz en una memoria que busca permanecer.
El 23 de diciembre de
1976 fui detenido por un gris dispuesto a hacer méritos para justificar el
trienio. Esa tarde tuvo lugar en Alicante una manifestación a favor de la
amnistía de los presos políticos. Cuando llegué ya estaba disuelta a base de
porrazos. Di la vuelta y, justo en ese momento, un gris salido de la cercana
comisaría me cogió del brazo. No me invitó a acompañarle, pero le excusé
semejante desconsideración.
A empujones, fui
conducido a un calabozo junto con otros jóvenes procedentes de la
manifestación. Allí, en silencio y asustados, permanecimos durante un buen rato
hasta que me llamaron. En la puerta esperaba el único policía nacional que mis
padres conocían. Avisado, Ricardo me cogió del hombro sin hacer comentarios y
me invitó a cenar en un bar próximo.
Ese bocadillo me salvó de
una paliza, que continuó en los calabozos aledaños cuando regresé al mío.
Durante la noche seguí escuchando voces y golpes que, a la mañana siguiente, se
concretaron en rostros desencajados. Sobre todo, de un joven de Ibi, que corrió
con la peor parte.
Ricardo volvió a la
comisaría y me condujo a una oficina donde vi cómo se montaba una operación
para detener a unos delincuentes. Yo también lo era a los ojos del franquismo omnipresente
más allá de la muerte de Franco, pero tenía la suerte de contar con un conocido
en aquellas dependencias.
El artífice de tantos
golpes era un policía infiltrado en la universidad. Todos sabíamos su identidad,
que llevaba impresa en el rostro, y le hacíamos el vacío, pero en la comisaría
era el amo. Sentado al otro lado de la mesa, con una máquina de escribir, lo
tenía esa mañana de una supuesta declaración que no leí y dudo haber firmado.
En cualquier caso, Ricardo le habría dado mi nombre y se lo tomó como un
trámite burocrático.
Tras declarar en
comisaría, un furgón nos condujo a los juzgados. Los detenidos, creo que éramos
unos diez, estábamos en fila delante del juez, que ojeó unos papeles. Sin
decirnos nada, llamó por teléfono. Supongo que sería al gobernador civil, que
por entonces era Luis Fernández Fernández-Madrid. El juez recibiría la oportuna
instrucción de la autoridad y se acercó a nosotros con el propósito de
seleccionar a tres. Ese sorteo, justo ese, me llevó a la cárcel el día de Nochebuena de 1976.
La cárcel era la del
fallecimiento de Miguel Hernández y, desde entonces, ni siquiera la habían
pintado. Me encerraron en una celda y allí, solo, permanecí durante unas horas recordando
al conde de Montecristo hasta que me llamaron. Un grupo de abogados había
conseguido mi libertad provisional bajo una fianza solidaria que nadie me reclamó. Esa
misma tarde salí y, en la puerta, me encontré con un grupo que me esperaba y
soltó unas palomas en recuerdo de la dibujada por Alberti.
La foto que ilustra esta
entrada fue tomada cuando en compañía de mi familia y Pepa pude celebrar estar
libre, provisionalmente, para tomar una copa en una Nochebuena que nunca
olvidaré.
Poco después, la amnistía
para los presos políticos fue una realidad conquistada a base de recibir
hostias por doquier y el TOP, donde me iban a juzgar por llegar tarde a una
manifestación, desapareció para tranquilidad de los demócratas. Sin haber visto
ni un solo papel de la instrucción, si es que la hubo, recibí una notificación
de los juzgados. Me presenté, una señora me dijo que estaba amnistiado y,
además, me dio dos besos propios de una madre.
Mi contacto con la
represión franquista fue una anécdota de los dieciocho años. Hubo suerte,
porque al mes siguiente se sucedieron los asesinatos en Madrid hasta el punto
de que la Transición pudo descarrilar. Ahí, en esas manifestaciones trágicas,
estaban jóvenes como yo y grises entusiasmados con la posibilidad de hacer
méritos. Las consecuencias son de sobra conocidas, aunque tienden a ser
olvidadas por quienes inventaron una Transición modélica.
La anécdota dejó huella.
Del gris nunca más supe y supongo que se jubilaría con todos los trienios. Del
policía infiltrado y maltratador, sí. Al cabo de los años, en una boda, me lo
presentaron. Por primera y única vez en mi vida me negué a dar una mano. Del
juez nunca he sabido porque jamás vi un documento relacionado con la detención
y el procesamiento. Dada su edad, se jubilaría en la etapa constitucional con
los honores de haber servido a la independencia judicial. Del gobernador civil,
si fue su interlocutor, solo me consta que hizo carrera política como senador
en Alianza Popular, origen del actual Partido Popular. Y Ricardo, el ángel de
la guarda de aquella noche, siguió como policía deteniendo a delincuentes; los
de verdad.
Hace unos diez años, en
un entierro, me lo presentaron. Le reconocí, me identifiqué y le agradecí
haberme evitado una paliza. Ricardo ni siquiera se acordaba, pero nos dimos un
abrazo y, desde entonces, creo haber saldado una deuda.
Otras las voy saldando
con mi trabajo de historiador. Aquella anécdota, sintetizada en la foto, me
explicó cómo entendía el franquismo la independencia judicial, la seriedad de
sus procedimientos mediante sorteos y, sobre todo, la brutalidad de quienes personificaban
una dictadura donde ya era posible mantener otro comportamiento.
La responsabilidad nunca
es del sistema, sino de quienes lo sustentan día a día. Aquella fecha navideña
vi algunos ejemplos, tomé nota y casi cincuenta años después lo intento
explicar en unos libros que, por desgracia, hablan de circunstancias mucho más
trágicas que las de un episodio de juventud.