martes, 25 de abril de 2023

Calabuch (1956), de Luis G. Berlanga, y el torero con toro resfriado


Calabuch cuenta con sus fiestas locales y en las mismas no puede faltar la corrida de toros, o de toro, que se celebra en la playa con unas barcas como barrera. El torero, «un buen chico» que acude todos los años, cuenta con su propia vaquilla, a la que transporta de pueblo en pueblo en un desvencijado camión y cuida como si fuera su propia hija. La susodicha anda resabiada de tantas corridas y, a veces, no obedece las órdenes de su toreador, que ve con impotencia como su benévolo trato es sustituido por el dispensado por los mozos del pueblo, que no dudan en llevarla hasta el mar con el consiguiente peligro del resfriado por estar sudada.
La fiesta acaba sin estoque ni descabello, pues debe continuar al día siguiente en otro pueblo con la misma vaquilla, que se gana la comida y el cariño del torero interpretado por José Luis Ozores. Hasta la tauromaquia resulta entrañable en un pueblo como Calabuch, pero la historia de este singular «matador» dista de estar aislada en una cinematografía que por entonces presentó a otros dos diestros alejados del canon. Uno de ellos es Jacinto, el protagonista de Mi tío Jacinto (1956), interpretado por Antonio Vico con sabiduría de tragicomedia:


Jacinto es tan pobre que debe alquilar el traje de luces y llevarlo puesto a la corrida nocturna para la que ha sido contratado junto con unos payasos toreros. Le acompaña Tip, el encargado de la tienda de alquiler que debe velar por la integridad del traje y su devolución. Ambos esperan en el andén el metro que les conducirá a una corrida finalmente suspendida por una tormenta. La noche de su frustrada reaparición termina con un sabor dramático para el orgulloso e imposible torero.
Otra película con torero alejado del canon es La ironía del dinero (1955), de Edgar Neville, donde Antonio Casal interpreta a Hambrientito de Cuenca, un diestro acobardado, pusilánime y verdaderamente hambriento que carece de arrestos para enfrentarse al toro. La valentía que pretende aparentar antes de comenzar la faena ya apunta un final en la enfermería:


Vista la tauromaquia en las tres películas, rodadas casi simultáneamente en pleno franquismo, es obvio que quienes rechazamos la «fiesta nacional» por múltiples razones también podemos encontrar referentes en este pasado de hambre y miseria, donde hacerse torero, boxeador o algo similar era la única forma de «triunfar», el verbo mágico de la época según nos recordara la sabiduría de Fernando Fernán-Gómez. La alternativa a ese triunfo, a menudo imposible, era ser un hambrientito, aguantar las burlas de quienes acudían a las corridas bufas o, en el mejor de los casos, ir de pueblo en pueblo con una vaquilla que corría el riesgo de caer resfriada.
Estas y otras historias las cuento en La sonrisa del inútil. Imágenes de un pasado cercano (2008):

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