El historiador necesita estímulos y referentes para realizar sus investigaciones. Otros colegas, a menudo citados, desempeñan ese papel en el marco de una tarea que siempre es colectiva. La redacción de cualquier monografía pasa por la consulta de los resultados de otras ya finalizadas. El consiguiente agradecimiento a veces permite contar con unos referentes cuya vigencia se extiende más allá del trabajo concreto para el que fueron consultados.
La racionalidad de la metodología es compatible con las emociones alojadas en la memoria. El impulso para sacar adelante una labor solitaria de muchas horas encerrado en un despacho lo saco fundamentalmente de otro tipo de referentes, que me han llegado a través de un cine siempre presente en mis libros como materia de análisis o ficción que me anima a trabajar. El recuerdo me permite contar con un grupo selecto de películas que me impactaron y hasta me enseñaron el camino a seguir como historiador de la cultura. Las veo una y otra vez, para seguir aprendiendo sin menoscabo de la emoción que siento al contemplar unas imágenes asentadas en el imaginario personal.
Louis Malle es uno de mis directores de cabecera, sobre todo gracias a Lacombe Lucien (1974) y Au revoir les enfants (1987), dos películas que he visto en reiteradas ocasiones y que fueron decisivas para decidirme a abordar temas como los presentes en algunos de mis libros dedicados al franquismo. Las citadas obras maestras abordan cuestiones concretas relacionadas con la II Guerra Mundial en Francia. Incluso la segunda parte de una experiencia autobiográfica del director. No obstante, como tales obras maestras van desde lo particular a lo general y sus historias permiten la reflexión sobre asuntos universales con una posible concreción en nuestro propio contexto.
Al margen de otros temas igualmente importantes y presentes en las citadas películas de Louis Malle, me conmocionó su presentación del colaboracionismo francés con las tropas alemanas, un deliberado olvido histórico que tantos problemas provocó a un director casi obligado a marcharse a Estados Unidos tras la reacción suscitada por Lacombe Lucien. El cineasta no se arredró y esperó el tiempo suficiente para madurar una historia de la infancia vivida en un internado religioso. La ocasión, tras superar múltiples dificultades y la generalizada incomprensión, llegó en 1987. Gracias a unos pocos apoyos, el director rodó una película sobria, modesta y exacta con una honestidad que me asombra cuando la vuelvo a ver con la correspondiente emoción, como si no supiera de esa historia que a tantos espectadores ha conmocionado.
Todavía veo el rostro de uno de los dos protagonistas cuando dice adiós al compañero judío que va camino de un campo de concentración y al franciscano padre Jean, que también acabaría asesinado poco después en medio de aquel holocausto provocado por los nazis en colaboración con tantos fascistas. Unos tipos que, en buena medida, respondían a motivaciones como las del joven que se convierte en traidor y denuncia a quienes le habían expulsado del colegio. Historias oscuras, con numerosas aristas, que deben ser analizadas para ser comprendidas sin necesidad de un enjuiciamiento. Sus propias circunstancias bastan para hacerlas motivo de reflexión.
Cada vez que veo el desenlace de Au revoir les enfants me siento partícipe del grupo de chavales que, a partir de ese momento, alojan en su memoria un recuerdo imborrable que necesitará de un relato. Yo también los tengo porque he sabido de muchos colaboracionistas en el horror de una dictadura. Mi tarea pasa por decir adiós con emoción a las víctimas y, llegado el momento oportuno, intentar madurar el conocimiento que me permita contar esas historias con exactitud, sobriedad y, sobre todo, la honestidad de quien sabe de la complejidad de una realidad cuya comprensión necesita el concurso de muchas voces. También las que parten de la emoción de un recuerdo propio del final de la inocencia.
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