Algunas películas las vuelvo a ver para reforzar la memoria de aquello que dejó huella y buscar nuevos matices. El oro de Nápoles (1954), de Vittorio de Sica, forma parte de ese selecto grupo de títulos imprescindibles para mi subjetividad. Habrá otros más perfectos y trascendentales en la historia del cine, pero el citado cineasta italiano es una de mis debilidades y su película ambientada en un Nápoles tan pobre como ilusionado la recuerdo por varias escenas memorables.
Totó desfilando con un disfraz grotesco por las calles de un barrio miserable mientras lleva «la pasta» en la mano, el entierro del niño con una comitiva de chavales que se pelean por unas peladillas, la mirada dubitativa y dramática de Silvana Mangano cuando decide salir de la marginación a toda costa... La lista es larga y la culmino con la visita al sabio del barrio, aquel que repartía sabiduría por unas pocas liras, para recordar el arte de la pedorreta como manifestación suprema del desprecio a la prepotencia.
No obstante, en esa lista siempre guardo un lugar preferente para Rosa, la napolitana que vende pizzas en un portal de la calle, reparte sonrisas y, sobre todo, recuerda el valor de una belleza asociada a la vitalidad de lo sencillo. Sophia Loren la interpreta de manera magistral y enamora a la cámara como a todo el barrio que la admira, sobre todo cuando camina de manera soberana por una acera cuyas paredes parecen volverse a su paso para suspirar ante tanta belleza.
En mis clases explico que caminar en el cine o el teatro es un arte solo al alcance de unos privilegiados. Gracias a los vídeos, pongo distintos ejemplos, desde John Wayne a Charles Chaplin, pero siempre termino con el de Sophia Loren en ese prodigioso paseo por una modesta acera de Nápoles que, a estas alturas, espero haya sido declarada patrimonio de la Humanidad y protegida como parte de un imaginario colectivo tan necesitado de lo hermoso para evitar cualquier tentación del desánimo.
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