Jorge, en realidad, es George Hamilton, un científico norteamericano harto de lanzar cohetes al espacio que se fuga en busca de la felicidad y la paz. El anciano bonachón y cariñoso encuentra su lugar entre los habitantes de Calabuch, que le reciben como si fuera un apátrida vagabundo de aires singulares. Pronto le aceptan y Jorge se convierte en un personaje imprescindible para los modestos y costumbristas avatares del pueblo. Entre los mismos figura el lanzamiento de unos fuegos artificiales que cada verano suponen una disputa con los vecinos de Guardamar. Andrés, el pirotécnico del pueblo, sabe que el secreto para triunfar en esa amable disputa radica en darle caña, mucha caña, al cohete, de tal manera que llegue a lo más alto del cielo. Su amigo Jorge no le lleva la contraria porque reconoce que el pirotécnico de toda la vida es un hombre de buena fe, pero también confía en la ciencia de sus propios cohetes lanzados al espacio sideral. Al final, la solución pasa por una síntesis propia de la amistad. Ese verano Calabuch acepta el reto del cambio e impone su ingenio en la disputa con Guardamar: el nombre del pueblo aparece en el firmamento para asombro de propios y extraños. Nadie olvidará la imagen incorporada a la memoria colectiva y su relato formará parte de la identidad de un pueblo de ficción donde un buen día recaló un científico que acaba triste porque, al final, le devuelven a su lugar de origen. Allí los partidarios del desarrollo aparentan sabiduría, pero ignoran que el secreto del cohete es darle caña, mucha caña.
Los avatares de Calabuch y sus habitantes aparecen relatados por extenso en La sonrisa del inútil. Imágenes de un pasado cercano (Publicaciones de la Universidad de Alicante, 2008):
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