lunes, 16 de septiembre de 2024

La presencia de los secretarios en las fases de los sumarísimos de urgencia (y II)


 

El procesamiento del periodista madrileño Eduardo de Castro Escandell (1897-1951) revela varias irregularidades a tenor de lo conservado en el incompleto sumario 41633 del AGHD. El análisis detallado del mismo aparecerá en el segundo volumen de Las armas contra las letras, pero cabe ahora abordar algunas cuestiones por su carácter controvertido.

El procesamiento del periodista es un ejemplo de litispendencia. Al igual que sucediera en el caso de Miguel Hernández, la instrucción del sumario correspondió finalmente al Juzgado Militar de Prensa. Allí, el juez Manuel Martínez Gargallo junto con el teniente Andrés Gordillo González realizaron los habituales actos jurídicos en la fase sumarial del consejo de guerra.

El 2 de octubre de 1939 el juez dicta una providencia con el objeto de consultar una muestra representativa de párrafos incluidos en los artículos del procesado. Solo los publicados en Heraldo de Madrid y «para dar cuenta del tono, modalidad y características de las colaboraciones».

La tarea debió realizarla el citado teniente como secretario instructor, pero la llevó a cabo el alférez Baena Tocón, que también actuaba como secretario en el mismo juzgado. La circunstancia se repite en varios sumarios analizados y evidencia que, a diferencia de lo sucedido en otros juzgados militares, en el de prensa actuaban indistintamente hasta tres secretarios con independencia de que uno de ellos figurara como el instructor.

El mismo 2 de octubre de 1939, con una rapidez sorprendente, el alférez redacta un informe de seis folios mecanografiados tras leer, seleccionar y transcribir los párrafos más relevantes de treinta y una crónicas de guerra de Eduardo de Castro Escandell, que van desde el 4 de marzo de 1939 hasta el 24 de agosto del mismo año:



AGHD, sumario 41633, fol. 48


AGHD, sumario 41633, fol. 49


AGHD, sumario 41633, fol. 50


AGHD, sumario 41633, fol. 51


AGHD, sumario 41633, fol. 52


AGHD, sumario 41633, fol. 53

A diferencia de lo sucedido con los avales y testimonios presentados en defensa de Eduardo de Castro Escandell, que fueron obviados en el auto resumen de Manuel Martínez Gargallo, el extenso informe constituyó un documento fundamental para la acusación por parte de la fiscalía. El 31 de octubre de 1939 el periodista fue condenado a muerte por un tribunal presidido por el coronel José Iglesias Lorenzo.

Diego Castro Campano, en un excelente artículo citado en la anterior entrada, resume las competencias del secretario instructor. Las podemos leer en las páginas 11-12 de su trabajo, pero también cabe acudir a la fuente original: el artículo 377 del Código de Justicia Militar de 1890. En el mismo aparecen hasta once funciones que son las habituales en un secretario, pero convendría recabar en la decimosegunda: «Cumplir, por fin, con todas las demás obligaciones que la ley imponga y no se hallen aquí expresamente numeradas».

Este apartado permitía que los secretarios instructores ampliaran su ámbito competencial en función de las necesidades del juzgado. Así, en un marco de masificación y prisas, realizaron tareas poco o nada habituales en un procedimiento judicial como el informe arriba reproducido.

Por otra parte, la ausencia de un nombramiento explícito y exclusivo por parte del juez titular para cada sumario instruido en el Juzgado Militar de Prensa, permitía la actuación indistinta de los tres secretarios presentes en el mismo. No solo cuando el caso recaía en las manos del juez Manuel Martínez Gargallo, sino también cuando correspondía a otro juzgado militar que, a lo largo de la instrucción y consciente de la actividad periodística del procesado, solicitaba al Juzgado Militar de Prensa el oportuno informe. El mismo se realizaba de manera similar al arriba reproducido.

Por último, quisiera recordar que los sumarísimos de urgencia celebrados durante la posguerra estaban contemplados en el Código de Justicia Militar de 1890, concretamente en el título XIX del tercer tratado.

No obstante, también debemos tener en cuenta el Decreto 55, de 1 de noviembre de 1936 (BOE, 5-XI-1936) y el Decreto 79, de 31 de agosto de 1936 (Boletín Oficial de la Junta de Defensa Nacional de España, 4-IX-1936).

El artículo 2 del Decreto 55 establece que los tribunales estarán constituidos «por un presidente de la categoría de Jefe del Ejército o de la Armada, tres vocales de la categoría de oficial y un asesor jurídico, con voz y voto, perteneciente a los cuerpos jurídicos militares o de la Marina».

La función de este último, por falta de personal, en los sumarísimos de urgencia la desempeña el ponente, que suele ser el oficial de menor graduación entre los presentes en el tribunal, donde no me consta que figure secretario alguno.

El artículo 4, apartado C, del Decreto 55 establece que «en el intervalo de tiempo que media entre la acordada para la vista y la hora señalada, se expondrán los autos al fiscal y defensor, a fin de que tomen las notas necesarias para sus respectivos informes». Estos últimos nunca aparecen en la documentación que hasta ahora he consultado. Por lo tanto, ambos se limitan a calificar lo instruido y lo hacen, mediando apenas unas horas en el mejor de los casos, en la vista previa del plenario. El fiscal, desde un punto de vista formal, acusa, pero la base documental de esa acusación corresponde a los instructores. De ahí la importancia de la labor desarrollada por los mismos.

El artículo 3 del Decreto 79 establece que «podrán desempeñar los cargos de jueces, secretarios y defensores en los procedimientos militares que se instruyan todos los jefes y oficiales del Ejército y sus asimilados». Tal vez sea innecesario recordar que un alférez o un teniente, aunque honoríficos, son oficiales del Ejército. No obstante, el decreto establece esa condición para los instructores, con independencia de que, en la práctica y por la acumulación de procedimientos, haya visto que la función de secretario instructor también la pudiera realizar un soldado.

La discusión está abierta y quedo atento a las posibles objeciones que me pudieran formular colegas más autorizados en estas materias. No obstante, y como historiador de la literatura, creo que lo fundamental en el presente caso no es el debate jurídico, sino la realidad documentada de los procesos seguidos contra escritores y periodistas.

Los órganos que los instruyeron y sentenciaron están actualmente declarados ilegales e ilegítimos siendo sus sentencias nulas. Por lo tanto, en una monografía de historia de la literatura debe prevalecer el dramatismo de esa realidad documentada sobre los aspectos formales de unos procesos poco o nada atentos a las mínimas garantías jurídicas.

 

viernes, 13 de septiembre de 2024

Nela, 1979, de Juan Trejo


 

Una tarde de mediados de los años ochenta fui al hospital para ver a mi padre. La planta era la de cardiología, pero me despisté en aquel laberinto de pasillos y terminé donde estaban los enfermos de SIDA. Los pacientes eran unos zombis y, junto a una ventana de la escalera, vi a un compañero del instituto que fumaba uno de sus últimos cigarrillos.

Nunca habíamos coincidido desde junio de 1975. Ni siquiera recordaría mi nombre. Juan llevaba un pijama hospitalario y me costó reconocerle por su delgadez extrema. Le miré sin que se apercibiera de mi presencia y, conmocionado por una imagen cercana a la muerte, di media vuelta a la búsqueda de mi padre.

Aquel compañero del bachiller falleció unos días después sumándose al drama de otros dos del mismo curso. Los tres eran homosexuales y uno anduvo enganchado a la heroína. Ambas circunstancias suponían un factor de riesgo en los años ochenta y mis compañeros sucumbieron como tantos otros. Sus nombres carecen de relato y no figurarán en un memorial dedicado a las víctimas.

Nunca he tenido contacto con las drogas, incluidas las «legales». Sin embargo, por entonces sabía de compañeros adictos cuando llegó la eclosión de la heroína, una invasión que alienta teorías conspiratorias acerca de sus responsables. Tal vez sean absurdas, pero es evidente que las jeringuillas de múltiples usos diezmaron mi generación con un dramatismo todavía pendiente de calibrar.

El motivo de que, cuarenta años después, la tarea de conocer con rigor lo sucedido en torno a aquella plaga siga en el limbo es sencillo: el silencio. Al menos del discurso oficial, que también procura la ausencia de documentación o fuentes fiables para establecer las dimensiones del «pico» llevado por Eloy de la Iglesia a los cines con una explicitud ahora impensable.

La preparación de Quinquis, maderos y picoletos (2014) supuso la búsqueda de cifras o datos para contextualizar experiencias como la del hospital. Las fuentes oficiales estaban cerradas o eran inexistentes. Las académicas apenas se interesaron por el tema y, como único recurso, contaba con las consultas en los medios de comunicación junto a la música, el cine y, en menor medida, la literatura de la época.

Desde entonces siento una necesidad: conocer la verdadera trascendencia que las drogas y enfermedades como el SIDA tuvieron en una generación, la mía, que tiende a recordar la Movida y olvidar las demás caras de aquella época donde no todo fue Mecano precisamente.




Juan Trejo es más joven, pero comparte esa preocupación. En 1979, cuando su hermana Nela falleció, apenas era un niño de nueve años. La experiencia de perder un ser querido se tradujo en una ausencia envuelta en silencio. El de la familia con respecto a la joven y el de una sociedad presta a pasar página; sin leer la escrita por quienes cayeron entre picos después de vivir una juventud transgresora.

La novela de Juan Trejo es la crónica de una búsqueda para, al menos, dar un relato a quien consumió sus años sin dejar huellas para los libros de historia, como tantos otros que formaron parte de una generación diezmada y no llegaron al tiempo del recuerdo. Nela permaneció en el pelotón de los anónimos durante aquellos años donde tanta gente soñó. A menudo con ingenuidad, pero también con una valentía que ahora conmueve.

Nela y sus colegas nunca aparecieron en mi entorno, pero sabía que estaban ahí, al otro lado de la calle como recordara Javier Cercas en Las leyes de la frontera (2012). Les observé a distancia y jamás me convenció el relato oficial acerca de su suerte. Ahora menos, gracias a un Juan Trejo con quien comparto preguntas y búsquedas.

Nela 1979 es una obra sincera, dura y valiente. El drama familiar de Juan Trejo se presenta sin eufemismos para el consuelo. Sus protagonistas, más que culpables, viven la historia de un fracaso colectivo. Asumirlo resulta complejo y requiere una voluntad de búsqueda como la demostrada por el autor, que acepta un riesgo consciente de sus consecuencias.

Las respuestas claras y contundentes quedan al margen de una realidad tan oscura como la de aquellos jóvenes que protagonizaron una experiencia alternativa y sucumbieron ante la heroína. Demasiado pronto, como si se tratara de una condena del destino o, algo peor, una sentencia dictada por quienes manejan tramas cuya existencia supone una incógnita.

La única respuesta es la voluntad de buscarla para proporcionar un relato a una vida fugaz como la de Nela, que apenas llegó a los veinte años, y la de tantos jóvenes de mi generación. La condición de víctimas no es la adecuada para agruparlos. Hubo torpeza, irresponsabilidad, gregarismo…, pero también demasiada ingenuidad fruto de una época donde era difícil andar avisado.

Nela murió joven, pero vivió lo suficiente para dejar retazos de la memoria. Hilvanarlos es el propósito de Juan. El hermano pequeño, aquel a quien la adolescente llevó de la mano a un cine para ver Sonrisas y lágrimas, demuestra con su novela que la memoria da sentido a las vidas. También las fugaces, anónimas y marcadas por un destino dramático en un clima de fracaso familiar y colectivo.

Algún día habrá que explicar, gracias a un conjunto de voces contrapuestas, lo escuálida que era la sociedad española que pugnaba por salir de la dictadura. Lo recuerdo cada vez que veo fotos de los años setenta. Apenas apuntó la posibilidad de una etapa nueva, mejor por mera lógica, el deseo de olvidar se hizo común sin necesidad de una consigna.

Cabe comprenderlo, pero también la voluntad de no dejar en la cuneta a aquellos jóvenes que cayeron como moscas por culpa de la heroína, el SIDA y otros jinetes de un Apocalipsis al que cuesta poner la mayúscula. Tal vez porque lo vimos cerca, como aquella tarde en que me equivoqué de planta hospitalaria.

 

La presencia de los secretarios en las fases de un sumarísimo de urgencia (1)


 

El Código de Justicia Militar de 1890 (Gaceta de Madrid, 4-10 de octubre de 1890) en su articulado establece tres tipos de secretarios para los consejos de guerra: a) del Consejo (arts. 120-123), b) relatores (art. 123) y c) de causa (arts. 141-142). Estas categorías, como otras previsiones del citado código, desaparecen en los sumarísimos de urgencia instruidos desde 1936 hasta 1940.

El secretario del Consejo, que debía actuar en el plenario del mismo, responde a un nombramiento inviable en aquel marco de masificación de la justicia militar. Según el art. 121, recaerá «en un general de brigada, que habrá de pertenecer a la Orden de San Hermenegildo, o en un oficial general de la Armada de la misma categoría que reúna iguales condiciones». No había suficientes candidatos para nombrar a los secretarios del Consejo, que como tales desaparecen en los sumarísimos de urgencia.

Los secretarios relatores y de causa se agrupan en quienes, de hecho, en los sumarísimos de urgencia actúan como secretarios instructores. Esta circunstancia se deriva de la similitud de sus funciones según lo previsto en el citado código. El art. 123 establece que «los secretarios relatores darán cuenta de los negocios judiciales y autorizarán providencias que en los mismos se acuerden». El art. 141, por su parte, indica que el secretario de causa «es el encargado de extender y autorizar las actuaciones judiciales».

Las competencias reguladas en ambos artículos son asumidas por el secretario instructor o de causa que auxilia al juez durante la fase sumarial del consejo de guerra. No obstante, la escasez de personal para dar cuenta de las decenas de miles de sumarios provoca que estos secretarios, en ausencia del defensor y el fiscal a lo largo de la citada fase, abarquen nuevas competencias, según veremos en otra entrada.

Si examinamos el sumario 21001 instruido contra el poeta Miguel Hernández y de acceso público tras ser editado en 2022 por el Ministerio de Defensa en colaboración con la UA, podemos observar los diferentes momentos en que aparece el secretario instructor, según lo reproducido en la entrada de este blog fechada el 27 de agosto de 2024.

El objetivo de la presente es observar el nombramiento simultáneo del juez y el secretario instructor por parte del auditor de guerra, que les da la orden de instruir el sumario 21001. La misma está fechada el 9 de junio de 1939 y va destinada al juez militar permanente n.º 5, pero diez días más tarde la orden recae en el titular del Juzgado Militar de Prensa y su secretario por la condición de periodista del procesado.




AGHD, sumario 21001

A partir de este momento y durante la fase sumarial del consejo de guerra, el secretario que actúa en el sumario 21001 es el alférez Baena Tocón, aunque en una de las intervenciones como secretario le sustituye el teniente Mariano Romero y Sánchez Quintanar.




AGHD, sumario 21001



AGHD, sumario 21001

La labor de estos secretarios termina el 5 de enero de 1940 cuando el juez titular, el capitán Manuel Martínez Gargallo, eleva el auto resumen al presidente del consejo de guerra permanente que ha de dictar sentencia en la fase plenaria. No obstante, el auto resumen debe pasar por la vista previa, donde intervienen por primera vez -y única a efectos documentales- el fiscal y el defensor.

Las intervenciones de ambos quedan reducidas a las escuetas frases reproducidas en el documento erróneamente fechado el 18 de enero de 1939, cuando en realidad fue de 1940. Hasta entonces el fiscal no ha intervenido en el sumario. Por lo tanto, no es el responsable de las pruebas de cargo presentadas en el mismo. Su misión se limita a calificarlas y solicitar la correspondiente pena, en este caso de muerte. El defensor, como es lógico, tampoco ha podido presentar pruebas de descargo y, al igual que en tantas otras ocasiones, solicita que la pena sea rebajada en un grado para quedar en treinta años.




AGHD, sumario 21001

En la vista previa, celebrada el mismo día que el plenario del consejo de guerra, interviene otro secretario cuya firma aparece junto a la del presidente del tribunal, el comandante Pablo Alfaro. Solo he identificado el nombre del secretario: José María. La aparición del mismo se justifica porque su labor tiene lugar en la vista previa, a donde llegaron diferentes sumarios procedentes de distintos juzgados instructores. Los secretarios de estos últimos fueron sustituidos por el tal José María para la tramitación de las vistas previas, apenas un trámite a efectos de debate en estos procedimientos, que daban paso al plenario.

Si observamos el acta de la sentencia del sumario 21001, comprobaremos que el tribunal que la dictó, como en otras ocasiones, lo componen un presidente, tres vocales y un ponente. No hay, por lo tanto, un secretario en esta fase del plenario. Las funciones del mismo, de hecho, corresponden al oficial que actúa como ponente. Este sería el encargado de recoger el auto resumen elevado al presidente del tribunal, el acta de la vista previa celebrada poco antes y, a partir de ambos documentos, redactar la sentencia de acuerdo con las indicaciones del tribunal tras la celebración de un juicio que apenas duraba unos minutos.



AGHD, sumario 21001

Dado que, en una única sesión de trabajo y de acuerdo con el testimonio de Eduardo Guzmán, el tribunal en la fase plenaria de los consejos de guerra juzgó varios casos después de celebrar ese mismo día las respectivas vistas previas, es comprensible que lo fundamental del auto resumen pasara sin mayores alteraciones a la sentencia, aunque con una redacción distinta para ajustarse a la naturaleza jurídica y formal de la misma.

El procedimiento se repite en innumerables sumarísimos de urgencia, donde la rapidez elimina la práctica totalidad de las garantías jurídicas hasta el punto de que las sentencias son actualmente nulas por la naturaleza ilegal e ilegítima de los órganos que las dictaron, según lo establecido en los artículos 4 y 5 de la Ley de Memoria Democrática.

No obstante, y para aclarar posibles confusiones, no cabe confundir el plenario del consejo de guerra con el propio consejo de guerra. La unidad documental de todo el proceso 21001 responde a una obviedad: un sumarísimo de urgencia empieza con la orden dada por el auditor y termina cuando este ratifica la sentencia dictada por el tribunal. Por lo tanto, cabe recordar la existencia de dos fases distintas, la sumarial y la plenaria [1], en un mismo sumarísimo de urgencia, el 21001, que en realidad solo lo fue a efectos de eliminar las garantías jurídicas. Así lo explicaremos en una próxima entrada de este blog.

  

[1] Según Diego Castro Campano, «hay dos fases en el procedimiento: sumario y plenario», en «Los sumarísimos de la Guerra Civil: el Archivo del Tribunal Militar Territorial Primero», Boletín informativo. Sistema Archivístico de la Defensa, n.º 18 (diciembre, 2010), pp. 3-25; vid. p. 12. El mismo artículo, en las páginas 11-12, especifica las funciones previstas para los secretarios, que fueron desbordadas por la práctica documentada en los trabajos históricos.

jueves, 12 de septiembre de 2024

Teatro y cine en la España del siglo XX (1): La señorita de Trevélez


 Carlos Arniches

A partir de hoy, el blog también es un instrumento para el trabajo en clase. Los ejercicios propuestos podrían aparecer en el campus virtual de la UA, pero damos sus enunciados en este medio con el objetivo de que permanezcan más accesibles para cualquier docente interesado en las obras analizadas.

 


La señorita de Trevélez (1916), de Carlos Arniches, es una tragedia grotesca con la que el autor supera los límites temáticos de sus sainetes a la búsqueda de una mayor hondura sin renunciar a la comicidad que siempre le caracterizó.

Este objetivo posibilita una crítica de la ciudad provinciana que enlaza con la novelística galdosiana y de Leopoldo Alas. Villanea, espacio simbólico concebido para la trama argumental, reúne los rasgos ya vistos en Orbajosa o Vetusta. Entre otros, tiempo estancado, tradicionalismo, ociosidad de las clases dirigentes y, como consecuencia de la misma, la aparición de la burla cruel o el escarnio.

El Guasa Club agrupa a los jóvenes ociosos de Villanea encabezados por Tito Guiloya. El objetivo de estos «señoritos» es matar el tiempo a costa de quienes son burlados, especialmente los hermanos Trevélez. También Numeriano Galán, el pretendiente que, mediante una ficción dentro de la propia ficción, acaba como supuesto novio de Florita de Trevélez.




La burla resulta más cruel conforme el burlado ocupa una posición de debilidad. La frustrada Florita es un ejemplo paradigmático, agravado por el retrato caricaturesco que le da el autor para favorecer la comicidad de la obra.

Florita permanece ingenua e ignorante de la realidad hasta el desenlace, pero don Gonzalo, su hermano, poco a poco adquiere conciencia de la burla a la que el Guasa Club somete a la solterona de la ciudad provinciana.

Tal y como es previsible, la trama -siempre observada por don Marcelino como portavoz del propio dramaturgo- desemboca en un desenlace donde los burladores son desenmascarados y reciben una lección.

Carlos Arniches, frente a la burla cruel derivada de la ociosidad, propone como antídoto la cultura. Así se expresa don Marcelino en una intervención final convertida en discurso que resume los presupuestos regeneracionistas del autor.

La tragedia grotesca de Carlos Arniches responde a una época clausurada y hasta remota. De hecho, el concepto de la ciudad provinciana apenas resulta operativo en una cultura fruto de la globalización, aunque fue fundamental hasta la segunda mitad del siglo XX.

Tal y como sucede con los textos clásicos, y el de Carlos Arniches lo es sin ningún género de dudas, hay en la obra motivos que permanecen más allá de las circunstancias y las apariencias. La burla es uno de ellos, sobre todo, aquella que va dirigida contra un ser vulnerable.

Tras ver la tragedia grotesca y comentarla en clase, convendría abrir un debate en el campus virtual sobre las formas actuales de la burla, sus destinatarios, sus responsables y, en la medida de lo posible, las medidas a adoptar para preservar el respeto a cualquier persona con independencia de su identidad o rasgos.

 


miércoles, 11 de septiembre de 2024

Miguel Hernández, el poeta que hacía juguetes


 

Al igual que tantos otros colegas universitarios, yo no gano un solo euro con la publicación de mis ensayos en una editorial universitaria, aunque sea en coedición con otra privada. No obstante, soy un privilegiado porque, al menos, no debo pagar por divulgar mis propias investigaciones. Así, a diferencia de lo que sucede con la mayoría de los jóvenes colegas, me he librado de una práctica tan extendida como lamentable por el negocio que con la misma realizan algunas editoriales.

Nadie habla abiertamente del tema en lo referente a los libros, pero está ahí y, desde luego, la sospecha de un enriquecimiento ajeno con la publicación de una monografía en una editorial universitaria supone un alarde de temeridad. Las cifras de las liquidaciones, cuando las hay, nos recuerdan las más tristes palabras de Larra sobre el oficio de escribir.

El «negocio» es tener un descuento en la compra de mis propios libros y disponer de una cantidad de ejemplares para que la editorial o yo mismo los mandemos a los colegas con quienes comparto investigaciones. La circunstancia favorece el intercambio de publicaciones y, al cabo de un curso, es habitual que haya recibido decenas de volúmenes gracias a mis compañeros.

No siempre los puedo leer cuando me llegan, pero el verano es una excelente ocasión para recuperarlos. Así lo he hecho con un pequeño y precioso libro preparado por mi amigo José Carlos Rovira: Miguel Hernández, el poeta que hacía juguetes. Ausencias y últimos cuentos para su hijo (Madrid, Biblioteca Nacional, 2023).




José Carlos Rovira en la inauguración de la exposición

La publicación es fruto de la exposición que, con el mismo título, se pudo ver en la Biblioteca Nacional. La iniciativa tuvo una amplia repercusión en la prensa y permitió que mucha gente conociera unos manuscritos del poeta acompañados de las correspondientes imágenes y los juguetes, que con amor de padre ausente el poeta fabricó mientras estaba preso. El propósito era combatir la añoranza del hijo cuando tantas circunstancias anunciaban el final de un hombre joven.

Mi trabajo como historiador de la literatura me ha llevado durante estos últimos años a conocer testimonios y textos capaces de desatar las lágrimas. La mirada se encallece cuando las situaciones más extremas forman parte de lo habitual. Sin embargo, a veces los sentimientos se imponen y resulta imposible evitar la conmoción ante la carta de un condenado a muerte, el poema dirigido a la esposa ausente, la muestra de un amor paternal que no puede completarse con un abrazo…

Miguel Hernández ejemplifica como pocos esta posibilidad de conmover gracias a lo creado en una cárcel donde ya se sabría condenado a morir. Poco o nada puedo añadir a lo escrito por amigos de toda la vida como José Carlos Rovira, José Luis Vicente Ferris, Carmen Alemany y tantos otros hernandianos que han recuperado con primor estos testimonios ahora perfectamente editados y al acceso de cualquier interesado.

Solo cabe agradecerlo y compartir, una vez más, la lectura de unos textos tan brillantes como dramáticos por las circunstancias en que fueron escritos. La emoción brota de nuevo y, con ella, la voluntad de seguir en el trabajo del reconocimiento de las víctimas de la represión franquista que todavía permanecen en el olvido. En ello estamos y, con la ayuda de estas lecturas destinadas a un niño que el poeta no pudo abrazar, ahí seguiremos hasta que la salud nos acompañe.


lunes, 9 de septiembre de 2024

Violencia y responsabilidad, de Pedro Payá López


 

La preparación de una trilogía dedicada a los consejos de guerra de periodistas y escritores durante el período 1939-1945 requiere la consulta de un conjunto de sumarios que apenas representa una pequeñísima parte de los instruidos por entonces. El riesgo, a partir de una muestra tan limitada, es llegar a conclusiones que no se corresponden con las líneas fundamentales de la actividad represiva llevada a cabo a través de la vía judicial.

La consulta de otras investigaciones se impone para evitar, en la medida de lo posible, el riesgo de tomar la parte por el todo. La bibliografía de mis libros da cuenta de esta labor que amplío con diferentes lecturas que no aparecen referenciadas porque tampoco las cito de manera explícita.

Gracias a los años de investigación, cuento con la ayuda de bastantes colegas en las áreas de historia, literatura y derecho. Les consulto a menudo y el intercambio siempre es fructífero. Asimismo, ejerzo esa misma labor con jóvenes investigadores que me plantean sus dudas o preguntas. Nunca lo explico, pero cada monografía supone en mi caso cientos de mensajes remitidos por correo electrónico.

Sin embargo, a veces tengo la suerte de la proximidad en mi propia facultad. Así sucede con Pedro Payá López, un profesor de la UA que, tras la publicación de Violencia y responsabilidad. La represión judicial franquista en el ámbito local (Valencia, Publicaciones de la Universidad de Valencia, 2017), es uno de los más destacados especialistas en materia de consejos de guerra.

Su libro es un extenso estudio de lo sucedido en el Juzgado Militar de Monóvar, uno de los veintidós establecidos por entonces en la provincia de Alicante. Pedro Payá López analiza numerosos sumarios, recopila testimonios y documentos de los familiares que pretenden mantener viva la memoria de las víctimas y, en definitiva, aporta una visión exhaustiva de la violencia y sus responsables en el marco de una comarca que, como tantas otras, vivió uno de sus momentos más terribles durante la posguerra.

La consulta del volumen me ha permitido saber de los sumarios de Pascual Sánchez Martínez y Francisco Ferrándiz Alborz, dos colaboradores de Claridad y El Socialista. Sus nombres, como los de tantos otros colaboradores que vivían en provincias, deben ser incorporados a la nómina de los periodistas represaliados durante la posguerra.

No obstante, el objetivo fundamental de la consulta ha sido tener la seguridad de que mis conclusiones coinciden en lo fundamental con las de otro compañero. El resultado ha sido positivo hasta tal punto que, más allá de los nombres y las circunstancias, las coincidencias son muy notables.

En definitiva, estamos ante la lógica de un mismo sistema represivo que utilizó los sumarísimos de urgencia como un arma de guerra donde la venganza estuvo presente. No en balde, su empleo se basa en el decreto 55 de la Junta Técnica del Estado publicado el 1 de noviembre de 1936 y estuvo vigente hasta que, cumplidos los objetivos militares propios de una guerra, se volvió a los consejos de guerra previstos en el Código de Justicia Militar.

El trabajo de Pedro Payá López se suma así a una larga lista de consultas bibliográficas con el único propósito de no equivocarme por partir de una muestra documental necesariamente limitada. Solo cabe manifestar mi agradecimiento y la voluntad de seguir trabajando conjuntamente para el conocimiento de una violencia y una responsabilidad que -como bien explica Hannah Arendt en Responsabilidad y juicio- en el segundo de los conceptos debe partir de la constatación de que, tanto desde un punto de vista penal como moral, la responsabilidad siempre es individual. De ahí la necesidad de aportar nombres y perfilarlos biográficamente en la medida de lo posible. Así lo hace, con gran acierto, mi compañero de facultad.

 


Ropa de casa, de Ignacio Martínez de Pisón


 

Algunos libros solo cabe leerlos con el respetuoso silencio de quien aprende sin tener argumentos para la discusión. Otros invitan a una «charla» donde las interrupciones de la lectura resultan numerosas. También los subrayados o la utilización de signos de interrogación y exclamación. El motivo puede ser la experiencia compartida con el autor, aunque no siempre haya coincidencia en la valoración de la misma.

Ignacio Martínez de Pisón acaba de publicar Ropa de casa. Sus memorias las he leído con el lápiz a mano para anotar las páginas. Desde hace veinte años, somos amigos y nos leemos mutuamente porque compartimos una mirada coincidente en lo fundamental. Esta circunstancia me lleva a esperar sus novedades con la inquietud de quien queda con un amigo ausente durante un largo período. La alegría del reencuentro ha sido notable, incluso sobresaliente.

Ropa de casa relata una infancia en el Logroño de los años sesenta, una juventud en la Zaragoza de los setenta y los inicios como escritor en Barcelona. El protagonista es Ignacio, que tantas veces ha recreado ámbitos familiares o amistosos y ahora se centra en los más cercanos por razones biográficas. Sus asiduos lectores lo agradecemos. También lo disfrutamos gracias al interés con que curioseamos en la trastienda de quienes admiramos. En definitiva, queremos conocerlos mejor.

La tercera parte de Ropa de casa, la centrada en los inicios como novelista, me interesa por los retratos de otros autores y amigos del ambiente literario, que puedo contrastar con las impresiones recordadas tras las lecturas de sus obras o la relación que también me une con ellos. El balance, aparte de satisfacer la curiosidad, refuerza la proximidad a un colectivo que debo conocer por razones profesionales.

Sin embargo, mi lectura se ha volcado en la infancia de un niño de los años sesenta y un joven de la década posterior. La razón es personal. Apenas nos llevamos dos años de diferencia, se supone que formamos parte de una misma generación y esas memorias también son las mías. De hecho, hice mis pinitos en este campo con Contemos cómo pasó (2015) y algunos capítulos de otros libros.




La escritura de unas memorias en el marco de un período de cambios acelerados depara efectos sorprendentes. Las de Ignacio, por la naturaleza de lo recordado, son más «modernas» que las mías. La diferencia de esos dos años permite compartir, pero también evocar experiencias distintas porque, cuando todo cambiaba en el país de manera acelerada, un bienio supone una eternidad.

Ignacio ya no utilizó la Enciclopedia Álvarez como único libro de texto y no realizaría el examen de ingreso. Tampoco las reválidas de cuarto y sexto y, en el colmo de la modernidad, hasta tuvo compañeras de clase en COU. Son datos que separan una experiencia educativa todavía plenamente franquista de otra que, gracias a Villar Palasí y compañía, ya se abría a un asomo de modernidad por el imperativo de los tiempos.

Mi amigo no solo fue objetor de conciencia, sino que se libró de hacer tanto el servicio militar como la prestación que se inventaron como alternativa. Yo, después de apurar prórrogas, juré bandera el 22 de febrero de 1981 y a la vuelta al cuartel debí vigilar, ametralladora en mano, a los objetores que permanecían en el calabozo tras acumular meses de mili.

Ignacio tuvo la fortuna de ver una Transición protagonizada por los hermanos mayores. Yo también, pero las hostias las recibí porque no andaba lejos de esa edad. El balance es más agrio y el recuerdo de la violencia me hace dudar de aquella «modélica» Transición sin menospreciarla como algunos de quienes no la vivieron.

Y así seguiría con otras comparaciones donde dos años de diferencia suponen un abismo por lo acelerado de los tiempos. Sin embargo, en las memorias de Ignacio -tan alejadas de la autoficción- hay un dato que conocía y ahora se revela como una tragedia cercana: el fallecimiento de su padre a causa de un infarto fulminante.

El novelista tenía nueve años cuando quedó huérfano. A esa edad, pero el 6 de enero de 1968, mi padre sufrió otro infarto estando conmigo en un campo de fútbol. La niñez apenas me permitió ser consciente de la gravedad del momento. Las imágenes permanecen aisladas, desordenadas, y solo recuerdo con espanto una que me alejaría del tabaco para siempre. Las convulsiones de mi padre anunciaban un final que no se produjo de manera milagrosa.

La orfandad es una constante en la vida de Ignacio que aparece en su novelística con cierta frecuencia. Las razones son obvias y, al rememorarlas en Ropa de casa, el memorialista me ha llevado a un día donde mi vida estuvo a punto de dar un giro más allá de la tragedia asociada a la muerte.

Gracias a la voluntad de su madre y una familia que ayudó a la joven viuda, Ignacio y sus hermanos salieron adelante sin estrecheces dramáticas. Así queda relatado con la sinceridad que caracteriza al autor. La historia se suma a tantas otras de su novelística, donde la familia nos recuerda lo innecesario de mirar lejos para encontrar motivos de interés. Lo comprobamos una vez más, pero en esta ocasión el paralelismo me lleva a imaginar mi destino si ese día de Reyes todo se hubiera torcido.

Mi familia era más modesta que la de Ignacio. Allá donde había un Gordini o un Morris, recuerdo una Vespa sustituida por un 600 de segunda mano. Otros detalles van en la misma dirección. La consecuencia es que mis hermanos a mediados de los setenta debieron trabajar mientras cursaban la carrera y, en el caso de habernos quedado huérfanos, yo habría llegado hasta el bachillerato elemental porque solo empecé a ser un buen alumno a los quince años. A partir de ese momento, las expectativas se circunscribirían a buscar trabajo con la posibilidad de seguir en el bachillerato nocturno.

Mi etapa universitaria fue también la de un repartidor de correspondencia comercial porque las becas de la época eran escasas. Nunca lo he lamentado más allá de ser consciente de la falta de lecturas propias de aquellos años. Pronto las recuperé sin ser un lector voraz. Y todo comenzó a cambiar hacia una cierta estabilidad junto a mi María José, que ya es casualidad que nuestras parejas de toda la vida se llamen igual.

El recuerdo de lo que pudo ser, por un azar del destino, ha regresado de la mano de Ropa de casa, que evidencia la ausencia de un guionista capaz de organizar los giros de la vida. Vienen, a veces de manera dramática, y todo puede cambiar para que al cabo de los años sientas vértigo mientras recuerdas lo cerca que estuvo la desaparición de lo más querido o de tu propia trayectoria.

Gracias, Ignacio, por recordar y hacerme recordar.


domingo, 8 de septiembre de 2024

«Franco y el porno»


 

El pasado 1 de septiembre, el responsable de la web antonioluisbaenatocon.com afirmó lo siguiente en su muro de Facebook refiriéndose a mi familia: «al parecer, le gusta el porno en instalaciones educativas públicas, como lo es la UA, según publicaciones de medios que me facilitan y no puedo creer, según me dicen, que uno de sus hijos estuvo como actor principal). Dicen que la universidad blanqueó el asunto diciendo el Rector anterior que se hicieron averiguaciones sin más… Algo que no entiendo, porque yo he trabajado 40 años en la pública y si se me hubiese ocurrido habría estado en la calle de inmediato…». La imagen del texto transcrito está en manos de mi abogado.

Los comentarios absurdos solo merecen el silencio. Sin embargo, el citado señor es uno de los hijos del alférez Baena Tocón y, desde hace cinco años, parece justificar sus días con una obsesión donde mis trabajos académicos son los protagonistas. Si el empeño lo circunscribiera a las redes, como tantos jubilados enfadados con la marcha de los tiempos, la cuestión sería irrelevante. Sin embargo, los insultos y descalificaciones tienen un correlato en sede judicial, donde el demandante de unas cien personas ya cuenta con cuatro sentencias en contra a la espera del próximo juicio.

El «creador digital», así se presenta en Facebook, debe ser una persona de honor a tenor de la demanda presentada en un juzgado de Cádiz, pero solo en lo que afecta a su difunto padre. Con respecto a mí, que como «progre» no parezco tener derecho a ese mismo honor, todo vale. Incluso las falsedades que en otro contexto solo serían motivo de asombro.

Al margen de los insultos y descalificaciones, el hijo del alférez en reiteradas ocasiones me ha considerado especialista en «Franco y el porno». La primera línea de investigación me honra, pero la segunda, a mi edad, sería motivo de rijosa senilidad. No contento con atribuirme esta dualidad en mis publicaciones, ahora me endilga el gusto por las prácticas pornográficas y nada menos que en las instalaciones de la UA.

Sus anónimas fuentes se remiten a lo sucedido en septiembre de 2012 con motivo de un rodaje en la UA. La noticia es accesible a través de Google. No cuento con un certificado en este sentido. Sin embargo, puedo asegurar que, con cincuenta y cuatro años por entonces, no intervine en el mismo, a pesar de que en otras ocasiones el hijo del alférez me ha atribuido una especie de empresa familiar dedicada a estos menesteres.

Yo conozco el origen del error cometido por el responsable de la citada web, poco ducho en la verificación de la información localizada. No se lo explicaré para que la realidad nunca le arruine la seguridad de enfrentarse a un catedrático que, además de «progre», pretende mostrar como «descerebrado» a sus amigos de Facebook.

Si quiere comprobar hasta qué punto ha divulgado un bulo, le bastaría con ponerse en contacto con el gabinete de prensa de la UA o la Secretaría General de la misma. No obstante, resulta más sencillo leer con un mínimo de atención el artículo de D. Martínez titulado «De estudiante en Ciudad de la Luz a productor porno» (ABC, 9-X-2012).

No le contesto por mi «honor», ya acostumbrado a las intrusiones por sus faltas de respeto durante cinco años, sino por mi hijo. Al igual que el alférez en los sumarios, usted no identifica las fuentes utilizadas y tampoco las verifica. Desahogado y temerario, como un contertulio televisivo hablando de Julio Iglesias, me atribuye varios hijos, «uno de sus hijos», de los que no tengo constancia. Preguntada mi esposa, con quien convivo desde hace cuarenta y nueve años, solo nos consta uno, nacido en abril de 1997. Pongo el Libro de Familia a su disposición:




Por lo tanto, el supuesto actor porno tenía quince años en 2012. A partir de este dato, ya hablamos de un infundio lanzado contra quien era un menor de edad. La cuestión debería hacerle reflexionar. Mientras tanto, le daré una noticia para que calibre lo disparatado de su comentario. Mi hijo es doctor en Informática desde el pasado 4 de julio y, si todo va según lo previsto, será profesor cuando me jubile.

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Ignoro si usted es padre, pero comprenderá mi orgullo cuando, al final de la trayectoria docente, veo la continuidad en nuestro hijo con unas cualidades superiores a las mías en su momento. Literalmente y para que me entienda, su madre y yo nos quedamos embobados cuando explica sus trabajos, que en estos dos últimos años le han llevado a Canadá, Francia, Italia, Grecia, USA, Países Bajos, República Checa…

Si nuestro hijo hubiera sido actor porno, algo más digno que difundidor de bulos relacionados con un menor, le habríamos querido y ayudado, pero hemos tenido la suerte de que nos haya salido ingeniero y, sobre todo, respetuoso con los demás. Le queremos a rabiar y ni siquiera unas disculpas por su parte bastarían para aliviar el dolor que causa su infundio.

Es verdad; si como docente usted hubiera escrito semejante barbaridad en relación con un alumno de quince años, le habrían abierto un expediente sancionador. Hace falta una absoluta falta de sentido común para difamar a un menor mediante un infundio. Los cuarenta años no parecen haberle enseñado una premisa para trabajar en las aulas: la educación basada en el respeto a los demás, aunque sean unos «progres».

 

Pd.: Si usted en 2019 no se hubiera hecho «amigo» de unas cien personas relacionadas conmigo, no me llegarían sus comentarios en Facebook. No necesito espías porque, llevado por su obsesión, hasta se hizo amigo de la asociación de vecinos de mi barrio alicantino, que ya es meritorio para quien vive a casi mil kilómetros.

 

 


sábado, 7 de septiembre de 2024

La conveniencia de pegar la hebra, aunque sea en silencio


 

Luis Landero. Fuente: Wikipedia


La conversación tiene su arte y, cuando no se puede participar directamente en la misma, la asistencia como espectador también satisface. Todavía recuerdo las charlas con personas tan distintas como Rafael Azcona y Pepe Rubianes para preparar los libros que les dediqué. Asimismo, disfruté con directores de cine como Luis G. Berlanga, Juan A. Bardem, José Luis García Sánchez, Mario Camus… y muchos escritores con los que he mantenido conversaciones por motivos profesionales o de amistad.

La satisfacción por una buena charla no depende de la relevancia social o cultural del interlocutor. También disfruto con personas que me rodean por diversos motivos, desde los laborales hasta los propios de una vecindad siempre más amable si median el saludo, el intercambio de palabras y, en definitiva, el contacto que humaniza cualquier experiencia.

La tecnología puede aborregarnos o hacernos felices sin necesidad de fomentar el espíritu gregario. La opción depende de nuestra voluntad. Desde hace años, gracias a una Tablet con la que trabajo, busco la oportunidad de participar como oyente en unas charlas donde los protagonistas no solo son relevantes, sino también excelentes comunicadores.

El objetivo es disfrutar de ese arte, que requiere un tiempo sin prisas, un respeto entre los interlocutores y el gusto por la palabra bien empleada. En definitiva, lo contrario a lo habitual en tantas «tertulias» vociferantes de la televisión.

La palabra tertulia ya no la utilizo en las clases porque temo que el alumnado la asocie a lo visto en diferentes canales. La sustituyo por charla, que introduce un matiz informal, aunque solo sea en apariencia. Lo importante es animarlos a que asistan a las más interesantes gracias a la tecnología, con independencia de que también participen en las celebradas cerca de nosotros.

La experiencia como espectador de charlas es dilatada y, por supuesto, tengo a mis charlistas de referencia por distintos motivos. Fallecido Rafael Azcona, el favorito es Manuel Vicent, que desgrana sabiduría y buen humor en cualquier intervención. También disfruto con Javier Cercas por su apasionada voluntad de polemista o con Iñaki Gabilondo, que lleva décadas enseñándome a concretar de manera comprensible lo que otros solo perciben como una complejidad inabarcable. Junto a distintos interlocutores, los escucho con atención, tomo nota de alguna frase y recuerdo las anécdotas capaces de ilustrar mis explicaciones en clase, que en la medida de lo posible convierto en unas charlas a la espera de los interlocutores.

Gracias a una avería en nuestro monitor de TV, durante unas semanas hemos asistido cada noche a una charla con un novelista como protagonista. La circunstancia me ha permitido localizar una entrevista, convertida en una charla, dada por Luis Landero para un medio de Plasencia. La grabación es una joya para los seguidores del novelista extremeño y para quienes, con dudas a la hora de emprender la tarea de la escritura, pueden escuchar los consejos del experimentado maestro de las letras:




Al margen de las cuestiones concretas, cuando escucho a estos veteranos escritores recuerdo la necesidad de reivindicar el derecho a pegar la hebra, que parece una expresión tan propia de Miguel Delibes como ajena a las actuales pautas de comunicación.

El derecho a pegar la hebra debiera ser universal y, en el caso de que se reivindicara con actitud militante, su práctica resolvería numerosos problemas de una vida tan acelerada como absurda. Dejo ahí la cuestión para futuros programas electorales que nunca cosecharán una votación masiva. Apenas importa porque, mientras tanto, ejerzo ese derecho donde la gente de mi edad cuenta con la ventaja de la experiencia.

Muchos jubilados se levantan cada día con el cabreo del anterior para despotricar contra lo humano y lo divino pensando que los tiempos pretéritos, claro está, fueron mejores. Allá ellos, porque la bilis perjudica la salud y la misma no suele estar para fiestas llegados a cierta edad.

Otros, todavía capaces de sonreír, dispuestos a aprender y cercanos a las nuevas generaciones, gustamos de hablar sin tasa ni tiempo para desgranar la experiencia acumulada. Ahí estamos en una situación de privilegio. Incluso somos unos campeones si evitamos la reiteración y las batallitas inútiles.

Yo me preparo para esta competición de la mano de entrenadores como Manuel Vicent, Luis Landero, Iñaki Gabilondo…, todos ilustres veteranos. El privilegio es notable y el resultado, espero, satisfactorio. También para un alumnado al que procuro enseñar el arte de la charla, cuya primera lección es saber escuchar con atención y respeto. Si pasan a la segunda, ya tienen el título de licenciados en ciudadanía de un país abierto al diálogo.

 


viernes, 6 de septiembre de 2024

Mariano Romero, de secretario a juez instructor


 Los procesados en un consejo de guerra. Madrid, 1939.

En la entrada del pasado 31 de agosto expliqué algunas de las actividades desarrolladas por los secretarios instructores o de causa en los sumarísimos de urgencia durante la posguerra. Las mismas desbordan el ámbito competencial previsto en el Código de Justicia Militar de 1890.

El motivo es doble: la acumulación de sumarios instruidos por la jurisdicción militar durante la posguerra, que ascendieron a una cifra todavía pendiente de fijación, pero que andará en torno a un millón; y la premura con que se instruía en un sumarísimo de urgencia, donde las escasas garantías jurídicas previstas para otros consejos de guerra prácticamente desaparecían.

La situación se agrava en el Juzgado Militar de Prensa (1939-1940), donde su titular, el capitán Manuel Martínez Gargallo, simultáneamente estaba presente en las tareas propias del Registro Oficial de Periodistas y en la depuración de los autores de la SGAE. Esta multiplicidad de funciones se tradujo en su sustitución, no reconocida oficialmente, para el desempeño de algunos actos jurídicos. Más información en:




El caso más notable es el de los interrogatorios a los procesados. Testimonios como los de Eduardo Guzmán o Antonio Otero Seco evidencian que los mismos, a veces, no eran efectuados por el juez titular, a quien le sustituía un joven oficial que en teoría solo actuaba como secretario instructor del sumario.

Más allá de lo establecido en el citado código y en las modificaciones del mismo publicadas durante aquellos años, la realidad constatada es que los secretarios, en un momento determinado, hacían lo que fuera menester para sacar adelante los sumarios en un tiempo récord. La responsabilidad, como es lógico, no era de ellos, sino de una jurisdicción incapaz de respetar su propia normativa. La conclusión la he contrastado con otros colegas dedicados a estas cuestiones.

Tal vez el caso más notable entre los localizados lo protagoniza el teniente del cuerpo jurídico Mariano Romero y Sánchez Quintanar. Su presencia la he constatado como secretario instructor en sumarios del Juzgado Militar de Prensa. Incluso en el 21001, de Miguel Hernández, intervino en un momento dado como sustituto del alférez Baena Tocón por motivos de los que no he encontrado huellas documentales:



AGHD, sumario 21001

Sin embargo, quien fuera secretario instructor y sin que me conste ascenso u orden de la auditoría de guerra, en un momento determinado también actuó como juez titular del Juzgado Militar de Prensa. Así lo vemos en el documento abajo reproducido, que pertenece al sumario 33590 instruido contra los periodistas del ABC republicano Mariano Espinosa Pascual, Serafín Adame Martínez, Antonio Fernández de Lepina y Sotero Antonio Barbero Núñez.



AGHD. sumario 33590

El secretario pasa a ser juez sin que conste documentalmente un ascenso o nombramiento como tal. Y, como secretario en esta causa, actúa quien fuera su compañero en el mismo Juzgado Militar de Prensa, el alférez Baena Tocón.

La evidencia prueba que, de hecho, las funciones de un secretario instructor o de causa podían llegar hasta reemplazar al titular del juzgado. En el presente caso, el seleccionado es el teniente por tener más graduación que el alférez. Supongo que, si los secretarios disponibles fueran de la misma graduación, el seleccionado sería el de mayor antigüedad.

Hasta que en el tercer volumen de la trilogía dedicada a los consejos de guerra de periodistas y escritores veamos más casos del Juzgado Militar de Prensa, ignoro si esta circunstancia se repitió en otros sumarios. No obstante, puesto en contacto con colegas dedicados al estudio de la represión franquista, la coincidencia acerca de su irregularidad es unánime.

El motivo es obvio: había que sacar adelante las instrucciones en un tiempo récord y cualquier atajo, por la vía de los hechos consumados, resultaba justificado ante la ausencia de un abogado defensor u otro medio de defensa para el procesado.